San Sebastián, 17 agosto de 1719
El sonido de los cañones por fin había cesado y, pese a las horas transcurridas, aún quedaba el eco en los oídos de los soldados y oficiales que recorrían el campo de batalla para entrar en la ciudad por la brecha abierta en la muralla. El olor acre de la pólvora impregnaba el aire y lo cubría con una nube densa. El incendio fortuito en el polvorín del castillo de la Mota seguía ardiendo, aunque con menos intensidad. Las gaviotas, molestas por el ruido, volaban graznando hacia el mar.
El calor resultaba sofocante y las moscas zumbaban por encima de aquel caos de cuerpos. El ritmo cadencioso del mar se veía sofocado por el relincho de los caballos asustados, entre los gemidos de los soldados heridos.
Armand Boudreaux se quitó el sombrero para secarse el sudor de la frente y se agachó para comprobar el estado de un soldado, que yacía desmadejado sobre la arena de la playa. Tal y como imaginaba: muerto. Apretó los dientes y le unió las manos sobre el pecho, destrozado por la metralla. Después de santiguarse, se dirigió al siguiente soldado, horadando la arena con paso rápido. Se colocó el sombrero de tres picos antes de inclinarse para tocar el cuello de ese pobre hombre, que tenía media cabeza cubierta de sangre. Le costó encontrarle el pulso, pues era demasiado débil, pero ahí estaba.
—¡Aquí! —llamó a los soldados encargados de las camillas para que lo llevasen ante el galeno—. ¡Éste vive!
Sintió los dedos de la mano izquierda manchados de algo caliente y viscoso, que goteaba sobre la arena. Volvía a sangrar y el hombro le dolía con saña. Con cuidado se quitó la casaca y miró la herida que le había hecho la bala de un mosquete en el hombro izquierdo. Debería curarlo lo antes posible. De un tirón desanudó la corbata y la aplicó a la herida para taponarla y cortar la hemorragia.
—Señor, si me lo permitís... deberíais ir al galeno para que os cierre ese agujero —le dijo uno de los camilleros al llegar allí.
—Más tarde, soldado —contestó escueto y volvió a ponerse la casaca, reprimiendo una mueca.
El camillero se alzó de hombros y ayudó a su compañero a levantar al herido, que gimió lastimeramente por el movimiento.
Armand continuó buscando sobrevivientes entre los cuerpos esparcidos por la playa. Era necesario hacerlo a la mayor brevedad porque la marea no tardaría en subir y dificultaría el proceso. Además, los heridos corrían peligro de ahogarse con las olas, que se acercaban inexorablemente a lamer la orilla. Y hasta era posible que el agua los arrastrara mar adentro.
Bajo el sol implacable prosiguió controlando las bajas. No eran muchas, afortunadamente, pero eran personas; muchachos jóvenes que habían perdido la vida lejos de sus casas, de sus familias.
Mientras cerraba los ojos sin vida de un soldado vio que otro corría a través de la playa, levantando arena a cada zancada. Reconoció el uniforme de los hombres del capitán Dubois y se le erizó el pelo de la nuca con un mal presentimiento.
—¿Capitán Boudreaux...? —preguntó al llegar hasta Armand con la cara congestionada por el calor. Se cuadró e hizo el saludo militar.
—Oui. Descanse, soldado.
—Es... es vuestro hermano... —logró decir entre jadeos. La frente perlada de sudor y el pelo pegado al cráneo bajo el sombrero de tres picos—. Está malherido...
Por un instante fue como si todo quedase atrapado en hielo. Nada se movía. Poco a poco notó que, por debajo del retumbar de su corazón en los oídos, empezaba a escuchar el crujido de la arena bajo sus botas, el sonido del agua al penetrar en la arena, los gemidos de los soldados, el relincho ocasional de algún caballo o los gritos de las gaviotas. Todo sucedió en lo que duran dos parpadeos, pero para Armand fue como si hubiera pasado una eternidad.
—Sacre Dieu! —siseó Armand al volver en sí, asustado. Y corrió hacia su caballo, con la espada golpeando contra su pierna izquierda. Debería haberlo imaginado. Pierre no tenía madera de soldado; era un erudito. Un maestro de escuela sin preparación para enfrentarse a un campo de batalla. Su mundo eran los libros, no las armas. Debería
haberlo evitado; si le sucedía algo a Pierre... —¿Dónde está? —preguntó al regresar sobre el caballo. Ange Noir
echó las orejas para atrás, asustado por los modales de su jinete, demasiado bruscos, y cabrioló con los ojos desorbitados—. So, mon Ange. —Le palmeó el cuello para tranquilizarlo y el animal se detuvo, moviendo las orejas hacia todos lados.
El soldado se lo señaló.
—Merci! —gritó, antes de espolear al caballo y partir en la dirección señalada.
Los días de asedio habían llegado a su fin. La cesta permanecía en la mesa, repleta de hierbas medicinales, vendas y ungüentos, a la espera de que Camila de Gamboa se la llevara para atender a los soldados heridos. El mariscal duque de Berwick por fin había tomado la ciudad y su castillo, algo que hasta ese momento ni él mismo creía posible. Fue el incendio en el castillo de la Mota lo que inclinó la balanza en su favor.
Camila se miró en el espejo de la entrada para comprobar si llevaba el atuendo en orden. Como siempre, la imagen reflejada le desagradó profundamente. El vestido que antes se le ajustaba al cuerpo, realzando sus formas femeninas, ahora caía flojo y ponía de relieve la pérdida de peso. Así, toda vestida de negro, se veía como una cucaracha, pero a pesar de ello se negaba a prescindir de esas ropas tan lúgubres.
Se colocó el pañuelo almidonado sobre la cabeza, llevó los extremos hasta la nuca y los ató en la base de la trenza —aún demasiado corta—. Dejó las puntas graciosamente hacia fuera, al tiempo que dedicaba una mueca de desdén a su reflejo. Cada vez se veía más pálida y demacrada; las pecas oscuras destacaban sobre la piel blanca; los ojos ambarinos otrora brillantes estaban empañados por el cansancio; hasta el pelo castaño había perdido parte de su lustre. De un manotazo terminó de enderezarse el pañuelo; varios mechones se le escaparon por los lados, haciendo que suspirara con exasperación. Eso no había cambiado: era incapaz de mantener los rizos en su sitio. Sabía que le resultaría más fácil sujetárselo cuando el cabello adquiriera su antigua largura.
—¿Vais a salir otra vez, señora?
Se volvió para atender a la anciana sirvienta, no sin antes componer un remedo de sonrisa para que la mujer no sospechase su debilidad —como si tal cosa fuera posible—. Bajo la apariencia de una humilde sirvienta bajita y oronda como un barril, con los ojos pardos chispeantes de buen humor, en un rostro surcado de arrugas, se escondía una mente aguda y brillante, que engañaba a quienes pretendían ver en ella a una criada ignorante más. Pero nada escapaba al control de Juana de Iriarte.
—Sí, voy a ir a asistir a los heridos, Juana. Don Bernardo me ha pedido que vaya a ver a los soldados franceses... Todas las manos son pocas para tantos lesionados —anunció resuelta—. Vendré en cuanto pueda.
—Sí, señora... pero... —titubeó, visiblemente en desacuerdo con su ama—. ¿Creéis que es prudente hacer eso? Quiero decir que, des- pués de todo, nos atacaron. Son enemigos. Durante días hemos sufri- do su acoso...
—Es mi deber. Mi padre hubiera hecho lo mismo —atajó Camila, sabedora de que la vieja sirvienta jamás habría cuestionado cualquier decisión tomada por don Arturo de Gamboa, el médico de la ciudad—. Ya sabes lo que él pensaba de los pacientes...
—Sí, señora, lo recuerdo muy bien: todos son iguales a los ojos del Señor —terminó Juana, colocándole los mechones que se le habían escapado del pañuelo—. Pero vos, muchacha, necesitáis descansar. Lleváis todo el día atendiendo a los quemados del castillo. Miraos: estáis pálida y ojerosa. Desde que este estúpido asedio comenzó, sólo habéis venido a casa para cambiaros de ropa y reponer la cesta. Casi no habéis dormido... y no hablemos de comer. ¿Recordáis, señora, cuándo fue la última vez que os metisteis algo en ese cuerpo? ¡Válgameel Señor! Parecéis un palo vestido. Y ahora se os ha metido la idea de ir a ver al enemigo. ¡Ay, Señor! —Juntó las manos sobre el pecho como si rezara y alzó la vista al techo—. No creo que eso esté bien. —Los arrugados mofletes le temblaron al negar enérgicamente con la cabeza—. Deberíais quedaros en casa y reponer fuerzas. Eso es lo que deberíais hacer.
No había duda de que Juana no estaba de acuerdo con la idea de que ella fuese sola a visitar a las tropas del duque de Berwick, pero tendría que aguantarse. Ahora que todo había terminado, habría un montón de soldados a la espera de que sus heridas fueran curadas y ella no podía quedarse cruzada de brazos. Su conciencia no le dejaría descansar tranquila. Si bien eran sus adversarios, no dejaban de ser muchachos y hombres de carne y hueso que merecían asistencia médica. Hasta ese día, las únicas tropas que había atendido eran las de la propia ciudad, la guarnición donostiarra. Primero los asistió en el hospital que se había habilitado en el convento de San Telmo desde el veintisie- te de julio; desde el uno de agosto, tras la rendición del ayuntamiento y la retirada de la población junto con la guarnición, en el castillo de la Mota, en lo alto del monte Urgull. Pero hoy volvería al convento de los Dominicos, donde ahora estaban los franceses.
—Quédate tranquila, Juana, iré con cuidado. No soy una niña. —La sirvienta expresó su desdén con un sonoro bufido—. Volveré lo antes que pueda. No estaré sola; don Bernardo estará allí.
—Don Bernardo, don Bernardo. Más le valdría a ese hombre pen- sar un poco en vos y no llevaros de acá para allá, sin pensar ni por un momento en vuestra reputación —rezongó la anciana, meneando la cabeza con reproche—. Aunque nada más sea, dejad que Guido os acompañe...
—No hace falta. Deja que tu hijo se quede aquí. Estaba muy preocupado por las gallinas. —Camila sonrió con cariño, pensando en el hijo de Juana.
Guido de Arozena era un hombre de veintinueve años, tres mayor que ella, con la mentalidad de un niño de diez. Vivía en la casa con ellas y se encargaba de atender los animales y de las tareas más pesadas. Su estatura elevada y sus hombros anchos intimidaban a cualquiera que no lo conociera de antemano, pero en el fondo era totalmente inofensivo. Camila y él se habían criado juntos y se tenían un enorme cariño.
—Alégrate, Juana, ya estamos otra vez en casa... Mira —señaló a su alrededor—, hemos tenido suerte: no la han saqueado, está intacta. ¿No te sientes contenta?
—¿Contenta? Lo estaré cuando empecéis a pensar con esa cabeza que tenéis y permanezcáis en casa sin exponeros a nada. —Se tocó la sien con sus dedos gordezuelos, para dar más énfasis a sus palabras; luego alisó unas inexistentes arrugas de su delantal—. Vuestra actitud no gustará nada a doña Enriqueta.
—Juana, haga lo que haga, mi suegra jamás estará contenta conmigo. Las dos sabemos que nunca fui lo que esperaba para su adorado e idolatrado hijo. Me niego a que siga dirigiendo mi vida. Soy lo bastante mayor para saber lo que tengo que hacer. —Calló un momento para serenarse—. Si aparece Samuel, dile dónde estoy por si quiere ir...
—No irá, señora. Ya sabéis cómo es...
—Lo sé, Juana. Tengo la esperanza de que algún día cambie. Aho- ra quédate tranquila; volveré en cuanto pueda.
Camila tomó la cesta y salió de la casa antes de que tuviera que dar más explicaciones a la severa mujer.
—No sé por qué me molesto en preocuparme —se oyó desde el otro lado de la puerta—. ¡Válgame el Señor! Nadie hace caso de esta pobre vieja. Muchacha insensata. En mis tiempos... ¡Ay, en mis tiempos!
Camila sonrió para sí al pensar en Juana. Llevaba con la familia Gamboa más de treinta años y era como una madre para ella, pero en algunas ocasiones se tomaba muy en serio sus deberes y se tornaba demasiado sobreprotectora para su gusto; máxime ahora que no estaba don Arturo. Lo cierto es que Camila la quería mucho y por ello le perdonaba que, de vez en cuando, olvidase que ella no era una niña necesitada de protección.
Volvió la cabeza para mirar la casa donde había nacido. Era una sencilla vivienda de tres plantas, como casi todas las de la ciudad. La mayor parte de la planta baja estaba ocupada por la cuadra donde guardaban las gallinas, una vaca lechera y el caballo de su padre. Gracias al Cielo, los soldados franceses no habían requisado las gallinas que dejaron al alojarse en el castillo con el resto de los ciudadanos que no habían huido cuando todavía era posible; de ese modo podrían disponer de huevos y carne. La habitación donde su padre había tenido laconsulta médica también estaba en ese nivel. A un lado de la cuadra, un pequeño patio cuadrado servía para que las aves correteasen libremente y picoteasen la hierba que crecía en el suelo, entre cantos rodados. Sobre la cuadra se encontraba la cocina, el cuarto de Juana, uno más pequeño para Guido y una habitación donde recibían a las visitas, comedor adicional para celebraciones. En la segunda planta, cuatro dormitorios; arriba del todo, la buhardilla. Precisamente ése era el lugar preferido de Camila. Le encantaba aquella estancia de techos inclinados tachonados de clavos, donde colgaba a secar los atados de plantas medicinales que ella misma recolectaba; las baldas, que soportaban el peso de los distintos botes de barro, madera o vidrio llenos de ungüentos y pomadas; la gran mesa, sobre la cual preparaba las mezclas que se convertirían más tarde en tisanas o emplastos, y por encima de todo, el olor: un aroma compuesto por una mezcolanza de todas las plantas y flores que allí guardaba. Aquél era su refugio, tal como antes lo había sido de su padre. Allí, juntos, habían pasado incontables horas mientras don Arturo le enseñaba las diferentes plantas medicinales y sus propiedades terapéuticas.
Un golpe en el hombro puso fin a sus pensamientos. Levantó la cabeza, aturdida, antes de oír una sarta de improperios en francés.
—Mon Dieu, madame, mirad por dónde camináis! —le gritó un ceñudo oficial desde su imponente montura. Luego continuó a galope tendido, sujetando a duras penas a un soldado que llevaba atravesado sobre la cruz del caballo.
Cuando el sonido de los cascos se perdió en la distancia, Camila pareció volver en sí; ensimismada como estaba en los recuerdos, no se había percatado de que estaba rebasando una esquina sin mirar si venía alguien por la otra calle. Al tocarse el hombro golpeado sintió humedad en la palma de la mano. Era sangre del herido que transportaba el oficial. Supuso que por eso llevaba tanta prisa. Era una suerte que vistiera de negro; de ese modo la mancha era menos visible. Aceleró sus pasos para llegar cuanto antes al convento de San Telmo; don Bernardo necesitaba su ayuda. Probablemente no daría abasto entre tantos heridos.
10 comentarios:
Pilar me ha encantado. tiene fuerza y un argumento que invita a leer.
un besote.
¡Muchas gracias, cielo!
A ver si encuentro editor.
Besitos
Me gusta este adelanto de tu nueva novela; promete mucho. A ver esos editores si se ponen las pilas.
Un beso.
¡¡¡Mil gracias, Amber!!!
Habrá que esperar. Ya sabes lo lento que es todo esto ;-P
Besitos
¿Dónde están esos editores, a ver? Me ha encantado, Pilar. Muy bien escrito, se visualiza perfectamente cada escena como si estuvieras viendo una película... Espero que pronto nos des buenas noticias, Pilar. ¡¡Suerte!!
¡¡¡Muchas gracias, Victoria!!!
A ver si es verdad.
Besitos
Entonces he de suponer que será una espera muy larga, sobretodo para México, pero seguramente tendré tu libro en mis manos, con Internet todo se puede. Me encanta lo que escribes.
Te deseo mucho éxito en la búsqueda de editores. Saludos de parte de otra fiel lectora :) ..
¡¡¡Gracias, Samantha!!!
Habrá que tener paciencia. Todo llegará ;-P
Besitos
¡¡¡Yo he tenido la suerte de leerla completaaaa!!!
Y os aseguro que es la historia más romántica que ha escrito Pilar.
Si ya os gustó “A través del tiempo” y “Tiempo de hechizos”, esta os va a encantar por la preciosa historia de amor.
¡Ah!... Y Armand Boudreaux os va a enamorar.
A ver si la tenemos pronto en papel, Pilar. Un beso enorme
¡¡¡¡Muchas gracias, Ángeles!!!!
Armand Boudreaux es... ains... estoy enamorada ^.^
Tengo cruzados los dedos, jajajajaja
Ayer vi tu novela en El corte inglés, en La casa del libro... ¡Estás en todas partes!!!
Besitos
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