Sí, soy yo: el libro parlanchín. Posiblemente ya no os acordéis de mí. Lo comprendo; la culpa es mía y sólo mía.
He pasado las últimas semanas en el taller. Ya pensaba que no podrían hacer nada por mí, pero las manos cariñosas de la bibliotecaria me han devuelto a la vida.
Mis pastas están protegidas con cartulina y plástico, mi lomo es una obra de ingeniería y mis hojas no terminan de cerrarse del todo, pero… ¡sigo aquí!
Creía que era firme candidato a la lista del expurgo y ya había perdido la esperanza de volver a estar con mis compañeros de balda o de volver a sentir los dedos de una lectora emocionada acariciando cada una de mis páginas.
Tengo que confesar que pese al interés que la bibliotecaria estaba poniendo en recomponerme, no tenía ninguna esperanza. ¿Qué expectativa puede quedar en un libro que ha sido lanzado por el balcón de un octavo piso?
Sí. Hace unas semanas, entusiasmado, salí de la biblioteca en el bolso de una lectora. Me imaginaba horas y horas entre sus manos, sintiendo el roce de su dedo resiguiendo las líneas de mis caracteres; ya podía oír sus suspiros al llegar a las partes más emocionantes de mi historia. Me preparaba para absorber las lágrimas que estaba seguro derramaría al final.
¡Tonto!
Ella me dejó en la mesa de la sala, al lado de su sillón favorito y yo me dispuse a esperar, impaciente.
Su hijo de dos años apareció balbuceando con un dedo en la boca. Temblé. Sí, temblé al verlo venir. No he tenido muy buenas experiencias con los niños pequeños.
Ante mi impotencia, él golpeó la portada con su manita llena de babas, luego me agarró para zarandearme como si fuera un sonajero, mientras caminaba hacia el balcón con paso vacilante.
Mis caracteres se amotinaron, dispuestos a saltar de entre mis páginas, pero no les dio tiempo a escapar.
Apreté las hojas y recé a Gutemberg.
Fue en vano.
El niño me lanzó al vacío y caí, caí…
El duro suelo llegó antes de que pudiera decir mi título.
Estampado contra las baldosas, deshojado y maltrecho, creí que había llegado mi final. Las manos artríticas de un anciano me recogieron con torpeza. Imagino que vio el sello de la biblioteca impreso en mi interior, porque fue allí donde me llevó con su andar cansino.
Bueno, el resto ya os lo podéis imaginar.
Ahora, ya de nuevo en mi balda y tras haber contado a mis compañeros mi aparatoso accidente, estoy listo para ser prestado otra vez.
Que mi baqueteado aspecto no os impida conocer la preciosa historia que se dibuja en mi interior.
Por ahora nada más.
Desde la biblioteca:
¡¡¡¡Feliz Navidad y Próspero año 2012!!!!
Hasta otra,
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