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Los ruidos en la cocina la despertaron a primera hora de la mañana. El olor a café recién hecho la despabiló totalmente. Se levantó. Su marido y su hijo trajinaban preparando el desayuno, como cada jornada en los últimos siete días. Se estaba acostumbrando a esa vida, tanto que apenas recordaba como había sido antes de ahora. No habían hablado del futuro y, a decir verdad, prefería no pensar en eso; ya lo harían más tarde. Había tiempo de sobra.
El timbre del teléfono sonó cuando estaba en la ducha. En medio del ruido del agua oyó a su hijo contestar al aparato. Se sintió un tanto culpable al pensar que probablemente quien llamaba era alguna de sus amigas; no habían hablado desde el cumpleaños de su hijo. Tenía que hablarles de Diego. Ya se imaginaba la sorpresa que se iban a llevar cuando lo conocieran.
* * *
—Ama, ha llamado Julián. Quería recordarte que él estará a las doce en el local. Ha dicho que nosotros vayamos cuando queramos, pero que no te olvides del postre —le explicó Yago a Marina cuando ella salió del baño.
—¡Dios mío! Se me había olvidado por completo.
—Le he preguntado si podríamos llevar a mi padre y me ha contestado que sí —anunció el niño—. Ya verás cuando le conozcan; se van a caer de culo.
Diego soltó una carcajada ante la frase de su hijo. Eran muchas las cosas que estaba aprendiendo en la semana que llevaba con Yago. Ademanes, palabras, gestos. Todo era nuevo para él. Todo era diferente, distinto. Quería hablarle al niño de su época, contarle las cosas que encontraría allí cuando regresasen. Desde luego iba a ser un cambio muy brusco, pero confiaba en la buena disposición y en la valentía de su hijo. A juzgar por lo mucho que Yago le había hablado de su pasión por los barcos de siglos anteriores, ya se imaginaba quién se iba a “caer de culo” cuando viera la Santa Gabriela. Esbozó una alegre sonrisa. ¡Demonios, estaba deseando verlo!
Por otro lado, él ya tenía ganas de volver a su tiempo. Se sentía completamente fuera de lugar en aquel San Sebastián del siglo veintiuno. Le agobiaba el ruido, las prisas, el olor. Había descubierto consternado que muchas de las buenas maneras y costumbres se habían perdido en el olvido. Sin ir más lejos, cuando el día anterior fueron los tres a comer a un sencillo restaurante y él se situó tras Marina para ayudarla a sentar, varias personas le miraron con los ojos como platos.
—No es muy habitual que se haga eso —le explicó su esposa, al ver su cara de sorpresa.
—¿Por qué no? —preguntó Diego, mientras tomaba asiento frente a ella.
—En realidad no lo sé —Marina se encogió de hombros—. Tal vez, el día que las mujeres exigimos ser iguales a los hombres, ellos decidieron dejar de mostrar esa cortesía con nosotras.
—No lo entiendo —sacudió la cabeza—. ¿Por qué queréis ser iguales? Las diferencias físicas que existen entre un hombre y una mujer son incuestionables; son precisamente esas discrepancias lo que nos hace compatibles.
—No me refería a esas diferencias, sino a las laborales. Si una mujer desempeña el mismo trabajo que un hombre deberá cobrar el mismo salario que él.
—¡Ah! No lo había pensado nunca… —aseguró él, sopesando esas palabras.
—Para algunas mujeres, el que un hombre les abra la puerta o les ayude a sentarse puede parecerles una manera soslayada de infravalorarlas.
—Permíteme que te diga que me parece ridículo —siseó Diego, para no atraer la atención de los comensales de las mesas vecinas—. Cuando un hombre cede el paso a una dama, le ayuda a desmontar o a subir a una calesa, no lo hace para demostrarle que él es más fuerte o mejor que ella, sino como una manera de facilitarle las cosas.
—Piensa que ella no es capaz de hacerlo por sí misma —inquirió con sarcasmo.
—No tergiverses las cosas, sirena. ¿Piensas, acaso, que cuando yo hago esas cosas por ti te estoy llamando inútil? —preguntó, indignado.
—Supongo que no… —murmuró ella, bajando la mirada al plato.
—¿Supones? Me ofendes, sirena. Nunca te he considerado inferior a mí y, desde luego, estás muy lejos de parecerme inepta. Quizá tanta polución os ha obnubilado el cerebro y veis cosas que no son reales —barbotó, indignado con las conjeturas a las que había llegado Marina.
—Ahora eres tú quien me ofende —aseguró su esposa, con los ojos refulgentes como esmeraldas.
—Ama, nos están mirando… —musitó Yago, avergonzado.
—Lo siento…
—Lo siento…
Se habían disculpado a la vez.
La discusión del día anterior en el restaurante ponía más en relieve, si cabe, lo desplazado que se sentía en ese mundo. Sus costumbres estaban claramente obsoletas. Reconocía que algunas cosas eran mucho mejores. No podía negar que las máquinas aligeraban en gran medida el trabajo de las personas y que los adelantos médicos eran impresionantes, pero él allí no tenía nada que hacer. Se sentía inculto y analfabeto en esa era de ordenadores.
A su hijo le asombraba que desconociera tantas cosas que para él eran cotidianas; y le hacia mil preguntas, tratando de averiguar dónde había estado todos esos años. De momento estaba saliendo airoso del insistente interrogatorio mediante hábiles cambios de tema, pero dudaba de que esa suerte pudiera durar mucho tiempo más. Yago era demasiado listo como para no sospechar que le estaban ocultando algo.
—Ama, ¿qué vas a preparar? —preguntó su hijo, con los ojos brillantes de expectación—. ¿Harás tiramisú?
—Es un poco tarde para hacer tiramisú, cariño. Haré tarta de manzana si me ayudas a pelarlas.
—¡Guay! Me encanta… —exclamó, complacido.
—¿Puedo ayudar en algo? —indagó Diego, alborotando el cabello de su hijo.
—Comienza pelando estás manzanas —ordenó Marina. Y colocó el frutero en la mesa.
* * *
Mientras hablaba por teléfono con María, Marina controlaba el tiempo en el reloj del horno. Las tartas estaban tomando una pinta deliciosa. Diego y el niño veían una película de piratas (las favoritas de su hijo) en la televisión.
—No tienes perdón —volvió a repetir por enésima vez su amiga—. Beatriz me ha telefoneado sorprendidísima. Ese hombre lleva una semana contigo y no nos has dicho nada… lo sé porque me lo acaba de contar Alex. Le he llamado para preguntarle si él sabía algo y me lo ha contado todo…
—Lo conoció la semana pasada… —comenzó Marina.
—Lo sé, lo sé —cortó María, impaciente—. Dice Alex que es igual a Yago y que es bastante misterioso. ¿Qué pasa con él? Creíamos que estaba muerto…
—Yo también lo pensaba, pero afortunadamente me equivoqué…
—¿Dónde ha estado todo este tiempo? —preguntó su amiga, expectante.
—No puedo contarlo, es… —Marina calló sin saber que decir. Desde luego estaba descartado explicarle la verdad, ¡no la creería!—. De verdad, no puedo contarlo.
—Pero… con tanto misterio voy a pensar que es El agente 007. —María soltó una carcajada—. Vaya, no veo la hora de conocerlo…
* * *
El local era un antiguo bar que los últimos inquilinos abandonaron al jubilarse y que Julián había heredado unos años atrás. Acabada la comida, los ocho adultos conversaban en torno de una mesa enorme, mientras los cinco niños, ya ahítos de comida, jugaban al parchís en otra mesa.
Todos se habían mostrado inquietos ante la presencia de Diego. Marina temió que por una vez, sus amigos les acribillasen a preguntas, pero ellos se estaban comportando con su habitual discreción y no les sometieron al Tercer grado, pese a la escueta información que les había brindado sobre Diego. Si se devanaban los sesos tratando de entender de dónde salía un hombre al que todos creían muerto, no decían nada, cosa que Marina les agradecía sinceramente. Ya habría tiempo para aclarar algunas cosas.
Vio que su marido se incorporaba en la silla, en señal de respeto, cuando Beatriz se levantó para ir a buscar más hielo. Por mucho que, durante esos días, Diego había intentado adaptarse a las costumbres del siglo actual, prevalecían las buenas maneras inculcadas desde su infancia y continuaba ejerciéndolas.
Marina no podía quitarle los ojos de encima. Se sentía como una colegiala enamorada y no le importaba lo que pudieran pensar los demás; era demasiado feliz para preocuparse por esas menudencias. A veces tenía que tocarle para cerciorarse que era real y no una jugarreta de su imaginación. Era increíble lo rápido que se adaptaba a la vida de pareja. También Yago había aceptado a su padre como si siempre hubieran estado juntos. Le llamaba aita sin ningún problema y su mirada delataba lo dichoso que se sentía con él.
Los cuatro hombres se levantaron con alboroto.
—No te preocupes por nada, Diego; nosotros te enseñaremos a jugar… —señaló Carlos—. Puedes ser mi pareja.
—Será fantástico poder jugar al mus cada vez que nos reunamos —apostilló Julián. Colocó el tapete verde y un mazo de naipes en una mesa adyacente—. Nada como una buena partida después de comer…
—¿Cuáles son las reglas del mus? —preguntó Diego, expectante, y se sentó frente a Carlos.
Sin perder el tiempo, los tres hombres le explicaron los pormenores del juego de naipes. No tardaron en enfrascarse en la partida, ajenos a todo lo demás.
Las mujeres no les quitaban ojo.
—¿Estás segura de que no es el Agente 007? —murmuró María, sentándose al lado de Marina—. Para mí que tiene toda la pinta. —Alzó los ojos al techo—. Nunca hubiera imaginado que un hombre se viera tan varonil con el cabello largo.
—Calla, te van a oír… —Marina señaló a los hombres con un ademán imperceptible, aguantando la risa.
—Por el amor de Dios, ahora entiendo tu falta de interés por el resto de los hombres —suspiró María con teatralidad—. ¿Se quedará definitivamente o tendrá que marcharse?
—Aún no lo hemos hablado…
—Ya… Supongo que habréis estado ocupados en otras cosas… —aseguró María con descaro—. No te lo reprocho, amiga; nosotras estaríamos haciendo lo mismo.
—Ya lo creo… —corroboró Beatriz, con travesura—. Me alegro mucho de que os hayáis vuelto a encontrar —continuó más seria—. Parece un buen hombre y desde luego está muy enamorado de ti.
—¡No lo dudes! —exclamó Mónica—. Sólo hay que ver qué miradas te dedica… Podrían incendiar un bosque entero. Si un hombre me mirara de ese modo, me convertiría en su esclava para siempre.
Las cuatro mujeres rompieron a reír. Los jugadores se volvieron a mirarlas con interés; al ver que ellas no tenían visos de compartir lo que les causaba gracia, continuaron con la partida, no antes de que Diego le guiñase el ojo a Marina y alzara una ceja de manera inquisitiva. Las cuatro mujeres redoblaron las carcajadas, mientras los hombres sacudían la cabeza, tratando de restarle importancia.
* * *
Durante la semana siguiente continuaron recorriendo los lugares más emblemáticos de la comarca. Siempre que el tiempo lo permitía salían a navegar. Ese verano no estaba siendo muy benévolo con los veraneantes, pues llovía demasiado a menudo. Tal vez por eso Diego había comenzado a toser de manera persistente. El día anterior, a petición del propio Diego, habían ido a un herbolario para comprar una serie de plantas medicinales con las que paliar su molesta tos.
—Si no notas mejoría tendremos que ir al médico —anunció Marina—. Te has tomado varias tisanas y tu tos sigue igual.
—Imagino que tendré que darle más tiempo. Anda, vamos al Sirena; no veo la hora de salir al mar.
—No creo que sea lo más apropiado. Si tienes catarro el aire fresco del mar no lo mejorará en absoluto —pronosticó ella.
—No te preocupes; no creo que sea catarro. El aire del mar me hará sentir mejor. Te lo aseguro.
Yago encabezaba la marcha camino del muelle, encantado con la perspectiva de salir en barco. No tardaron mucho en zarpar del puerto, ayudados por el motor. Una vez fuera de los muros de la dársena, Diego desplegó las velas para aprovechar el viento del sudoeste que soplaba en ese momento.
Marina lo veía hacer, maravillada con la facilidad con que realizaba esas tareas. Comprendía que para su marido, pilotar un velero de pequeño tamaño como el Sirena sería como manejar un juguete, comparado con las grandes naves a las que estaba acostumbrado.
—Yago, muchacho, sujeta el timón. —Un acceso de tos le impidió seguir hablando—. Iré a prepararme una tisana.
—Vale, aita —contestó el niño.
—¿Quieres que te la prepare yo? —se ofreció Marina.
—Eres muy amable, pero no te molestes, yo mismo la… —Volvió a toser—. ¡Por todos los demonios! Esta maldita tos acabará con mi paciencia. No creo que pueda aguantar mucho tiempo más —aseguró, entrando en la cabina.
—¿Qué quieres decir? —indagó Marina, intrigada por las palabras de Diego.
—Te lo puedes imaginar, sirena. —Se volvió para mirarla—. Tenemos que regresar…
—Le diré a Yago que se prepare para virar… —Hizo ademán de salir de la cabina, pero las siguientes palabras de su marido la hicieron frenar en seco.
—No. Me refiero a regresar a mi época. No hay razón para demorarlo más. Deberéis preparar todo lo que vais a llevar…
—¿Qué diablos estás diciendo? —le cortó Marina—. ¿Cómo te atreves a tomar semejante decisión sin decirme nada?
—Lo estoy haciendo ahora. No me negarás que es lo mejor…
—¿Lo mejor? Sin duda has perdido la cabeza.
Marina estaba fuera de sí; primero, porque en ningún momento había pensado en que él quisiera volver a su tiempo; segundo, porque eso mismo le parecía imposible. Diego no podía hablar en serio.
—Es una buena idea —trató de explicarle Diego—. Ahora que tengo familia no me parece buena idea estar continuamente navegando. Me dedicaré a tratar con los arrendatarios que viven en mis tierras. Es la mejor solución.
—¡La mejor solución! ¡Sin duda estás loco! —exclamó Marina, anonadada—. ¿Cómo puedes siquiera creer seriamente que puedo volver al siglo XVIII y, para colmo, llevarme a mi hijo?
—También es mi hijo, ¡maldita sea! —juró Diego, mesándose el cabello—. Quiero estar con él. ¡Necesito estar con él! Llevo aquí quince días y he disfrutado cada segundo con su presencia. No puedo renunciar. Vine aquí para convencerte de que regresases conmigo en el caso de que no estuvieras casada.
Marina se paseó por la pequeña cabina, crispada por la actitud machista de Diego. Había tomado la decisión de regresar a su tiempo sin consultarla, como si ella nada tuviera que opinar sobre el tema. Es más: el muy ladino había dejado pasar quince días para dar la andanada. Ahora que estaban entusiasmados el uno con el otro era muy difícil separarlos. Y el tramposo lo sabía. Se sentía furiosa. Habían ido al cine, a navegar, incluso había jugado con Yago con la videoconsola.
—Diego, sé razonable...
—Estoy siendo razonable —aseveró.
—No. No lo estás siendo en absoluto —protestó Marina—. ¿No comprendes que tu época es más primitiva que la mía? ¿Qué mejoras tiene comparada con ésta? La medicina —comenzó a enumerar con los dedos—; si Yago contrajese una gripe lo más probable es que muriera de ella. Y eso es algo que aquí no tiene importancia. Supón que es apendicitis lo que tiene. En tu tiempo no existe ningún cirujano capaz de operarle con éxito. Yago quiere ser médico. ¿Qué tipo de medicina obsoleta quieres que aprenda?
—¡Basta ya! —Tosió—. Puede llevarse algún tratado de medicina de aquí para ampliar los conocimientos. —Se mesó el cabello, en un gesto típicamente suyo—. Piensa tú en la polución. ¡Por Dios, si no soy capaz de quitarme este picor de garganta desde que llegué! —barbotó, enfadado—. ¿Y los coches? Aquí está expuesto a tener cualquier accidente. —Volvió a toser.
—Allí también —aseguró ella, ceñuda, tratando de no prestar atención a esa tos tan extraña—. En el siglo XVIII también ocurren accidentes. ¿O es que en ese lugar tan paradisíaco todo es perfecto?
—No. Pero a ti sí te lo parece el tuyo. Me he estado informando todos estos días y lo que he visto da miedo. Está esa enfermedad, ¿cómo se llama? —lo pensó un momento—. “Sialgo”.
—SIDA.
—¡Como diablos se llame! —bramó Diego y volvió a toser—. ¿Las drogas? ¿La capa de ozono? Eso te parece adecuado para que mi hijo viva en este tiempo. ¿No ves las noticias en eso que llamas televisor? Todos los días anuncian nuevas catástrofes y la mayoría son provocadas por el hombre. ¡Es de locos! ¿Deseas eso para vivir?
—Por lo menos aquí es posible darse una ducha con agua caliente cuando te place —defendió Marina—. Puedes oír las noticias por la radio o verlas por televisión. Hablas por teléfono en cualquier momento y lugar, sin esperar meses a que llegue una carta para saber de alguien. —Sonrió ante el triunfo que creía haber ganado—. No me digas que a ti no te resulta más cómodo vivir aquí con todas esas ventajas. ¿Por qué no te quedas tú?
—No puedo, Marina, de verdad no puedo —negó con la cabeza, apesadumbrado—. Aquí no tengo nada. Ni trabajo ni dinero. ¿Qué podría hacer yo aquí? Las experiencias que tengo no me sirven para nada en tu mundo. Al menos allá Yago tendría una ventaja… —Diego la miró socarrón y Marina se preparó para el ataque—. Allí no podría jugar con la PlayStation.. .
—No cuela, Diego. No iremos. Y es mi última palabra. —Marina suspiró y se mordió el labio, pero se mantuvo firme—. No voy a volver a meterme en ese confesionario; me da tanto miedo que no he vuelto por la iglesia de San Vicente ni para ver cómo la han restaurado. Per tempore; esas dos palabras me dan escalofríos. Por supuesto… tú estás en tu derecho de hacer lo que quieras... mi hijo y yo nos quedamos aquí.
La mirada de Diego era de pura incredulidad y Marina se percató de eso, pero no podía hacer nada para evitar aquella situación. Era imposible regresar a aquella época, por más que Diego se afanase en ello. Entendía que él quisiera volver; después de todo era su sitio y aquí estaba fuera de lugar; pero ella tenía miedo de que a Yago le ocurriese algo y no hubiera medios necesarios para solucionarlo.
La discusión había provocado que Diego tosiera con más fuerza. Le preparó la tisana. No le gustaba el sonido tan seco de aquellas toses, que empeoraban conforme pasaba el tiempo. Era el momento de hacer algo. Le entregó la taza con la tisana y salió a la cubierta.
—Yago, tenemos que virar. Tu padre está peor. Le pediré a Alex que lo mire.
El niño asintió en silencio y comenzó a girar el timón.
* * *
Aquella noche, por primera vez desde que se reencontraron, no hicieron el amor. Ni siquiera durmieron juntos. Nunca la cama le había parecido tan grande ni tan vacía; ni la noche tan silenciosa sin sentir la segura respiración de su marido. ¡Su marido! ¡Cuántos años sin poder decirlo! Se le llenaron los ojos de lágrimas al imaginarse lo que sería de su vida cuando Diego se marchase.
Regresaré mañana, por la mañana, en cuanto abran la iglesia. Recordó las palabras que Diego le había dicho cuando se separaron para dormir. Volvían a sonar como cubitos de hielo en sus oídos. Pero ya había tomado una decisión y esperaba que Dios le diera fuerzas para soportarlo.
Habían estado en casa de Alex. El médico, tras auscultar a Diego, había llegado a la conclusión de que, si bien sus pulmones parecían sanos, su garganta presentaba una irritación bastante llamativa. Era necesario hacerle unas pruebas para diagnosticarlo mejor.
* * *
—Vengo a pediros... a pedirte un favor. —Diego apretó los dientes ante el ruego que tenía que formular. Eran las ocho de la mañana y se encontraba ante la puerta de la casa del desconcertado Alex—. ¿Tienes que ir a trabajar?
—No. Hoy no tengo consultas. Pero pasa y cuéntame que sucede. —Le abrió más la puerta para dejarle pasar—. ¿Estás peor? Iba a llamar a un colega para hacerte las pruebas de las que te hablé ayer…
—No. Te agradezco tu interés, pero no me haré ninguna prueba. Me voy... —Volvió a toser—. Tengo que marcharme. Por eso necesito que me hagas un favor.
—En serio, Diego, es primordial averiguar por qué tu garganta está así; esa tos no me gusta nada. —Le señaló un sillón para que se sentara y él hizo lo propio—. Tú dirás…
—Es difícil... —comenzó el visitante, cabizbajo—. Quizá Marina te lo cuente. No lo sé. Yo ahora no tengo tiempo ni ganas de hacerlo. Lo siento.
—Bien, en ese caso dime qué es lo que necesitas y si está en mi mano... —propuso el médico.
—Sé que hasta ahora has estado cuidando de mi... de Marina y de Yago. Te ruego que, dentro de tus posibilidades, sigas haciéndolo.
—Eso no tienes ni que pedírmelo —le cortó Alex, irritado—. Lo haré igualmente. Ella es una buena amiga y yo la quiero. Bueno, eso es evidente... —La pena se reflejó en los ojos ambarinos del médico—. No te preocupes, los cuidaré. ¿Pero por qué no puedes hacerlo tú mismo? Marina… ¿Sabe ella que te vas?
Diego asintió, incapaz de hablar por la tos seca y persistente
—Gracias —dijo al final, pero el sonido le salió quebrado por el pesar y la amargura—. Ha sido un placer conocerte.
Los dos hombres se dieron un apretón de manos. Y Diego abandonó la casa con el mismo aspecto del reo que llevan al cadalso.
Si trece años antes había pensado que dejar partir a Marina era lo más difícil que había hecho en su vida, ahora marcharse, abandonando a su mujer y al hijo, que recién conocía, era aún peor. Infinitamente más doloroso y desgarrador. Pero no podía quedarse. Al margen de su falta de preparación para desempeñar la mayoría de los trabajos; estaba convencido que el aire era irrespirable para sus pulmones. Le parecía que por mucho tiempo que estuviera nunca llegaría a acostumbrarse a él.
* * *
Yago se preparó con minuciosidad. Tenía en la mochila todo lo necesario para vivir un par de días; no creía que tardase más en encontrar a su padre. Desde que Diego se marchara había pasado mucho tiempo en la biblioteca, informándose sobre todo lo relacionado con el siglo XVIII. No es que Diego le hubiera dicho nada; más aún: aquella noche, cuando fue a despedirse, simplemente le había anunciado que tenía que marcharse y que de alguna manera trataría de volver a verlo, pero que no sabía con exactitud si ello sería posible. Por más que él le suplicó que le llevase consigo, no había conseguido nada. Diego se marchó a la mañana siguiente. En el sofá quedaron los pantalones, las camisas y los zapatos que había usado durante los días que había permanecido con ellos, como mudo recordatorio de que no era un sueño y de que, en verdad, había visto a su padre.
Cuando interrogó a su madre sobre la precipitada partida de Diego, ella se limitó a encogerse de hombros como si no tuviera importancia, pero sus párpados hinchados y su rostro abotagado desmentían esa impresión. Su madre trató de entretenerle, como tantas veces antes de que su padre regresara de entre los muertos para volver su vida del revés. Se sentía desdichado. Por eso decidió buscarlo.
En su mente revoloteaban las palabras oídas a hurtadillas en la cubierta del Sirena, durante la discusión de sus padres. Ella había mencionado el siglo XVIII, pero no el año; no tenía importancia; cuando se metiese en el confesionario del que hablaban y recitase aquellas palabras, “per tempore”, pensaría en su padre. Esperaba acertar con el tiempo. Sería toda una aventura, siempre que saliera bien. Deseaba estar con Diego, pero sobre todo anhelaba que ellos estuvieran juntos. En el tiempo que habían compartido su madre parecía más joven. No es que él entendiera mucho de esas cosas: simplemente era cuestión de mirarla y ver que era feliz. Por eso no entendía que le hubiera dejado marchar. Había momentos en los que odiaba a su madre por haberle engañado; por haberle mentido de esa manera; por haberle privado de su padre. Pero en otros instantes comprendía que ella estaba sufriendo tanto como él. Y entonces volvía a enfadarse con ella, por haber permitido que él se fuera, haciéndoles desgraciados a los tres.
Cerró la mochila, luego de asegurarse que el medallón permanecía bien guardado dentro. Por la mañana había escrito una carta para su madre, que ahora sujetó a la puerta del frigorífico con un imán. Esperaba estar ya en el otro tiempo cuando ella regresara de entregar el cuadro y viera la nota. Paseó la vista por la casa, por si olvidaba algo, y salió, decidido a cumplir con su objetivo.
La iglesia estaba abierta y casi vacía. Buscó el confesionario, se metió dentro y esperó, sentado en el asiento forrado de terciopelo.
—Per tempore, per tempore, per tempore —recitó como un mantra.
Cinco minutos más tarde no había pasado nada, al menos nada apreciable. Por si acaso salió y miró alrededor. Las personas que estaban en la iglesia vestían como él estaba acostumbrado. Dedujo que seguía en la misma época. Comenzaba a impacientarse cuando descubrió un segundo confesionario. Sin pensarlo más, entró y se dispuso a repetir las palabras.
* * *
Marina estaba cansada. Demasiadas noches sin dormir. Lo peor de todo no era la falta de descanso: lo infinitamente peor era lo mal que se sentía. Era como si alguien hubiera dado a su vida un montón de zarandeos, hasta dejarla deshecha y sin rumbo. Había entregado el cuadro y por vez primera el trabajo no era satisfactorio. Hasta la dueña se dio cuenta y le reprochó ese trabajo tan deficiente.
Lo asombroso es que no le había importado. Desde que Diego se había ido ya nada merecía la pena. Era mucho peor que su propio regreso, trece años antes, y mucho más doloroso.
La seguía preocupando la salud de Diego. Ojalá allí, en su mundo, se hubiera recobrado. ¡Dios, cómo lo echaba de menos!
Lo peor de todo era la sensación de enorme arrepentimiento por no haber sido capaz de dejar a un lado el orgullo para despedirlo sin rencores. Recordaba cada palabra cargada de reproche; cada mirada, primero furiosa y después dolida por la inapelable decisión. Desde que Diego se había ido, ella dormía abrazada a una de sus camisas; era una manera de sentirlo cerca.
No había querido ver a nadie. Alex le llamó en repetidas ocasiones, interesándose por ella, incluso se acercó a la casa para hablar, sin resultado. Necesitaba estar sola para lamerse las heridas.
Lo terriblemente angustioso era que la camaradería que hasta ese momento había tenido con Yago ahora brillaba por su ausencia. Su hijo no hablaba mucho con ella; se lo veía taciturno e introvertido. Había ido varios días a la biblioteca, pero mantenía en secreto qué es lo que leía allí. Incluso casi no jugaba con su PlayStation. Sentía que lo estaba perdiendo y que, de alguna manera, su hijo ponía barreras a su alrededor, distanciándose de ella. Por mucho que intentaba acercarse a él, Yago se lo impedía. No sabía qué hacer para recuperar la antigua confianza y tenía miedo de que el abismo abierto entre ambos se hiciera insalvable. Si la adolescencia era, de por sí, una etapa complicada, la marcha de Diego la enmarañaba un poco más.
—¡Maldito Diego Izaguirre! ¿Por qué volviste? ¿Por qué no te quedaste allí? —murmuró con rabia, antes de entrar en casa.
Marina se sabía injusta al culpar a Diego de sus problemas con Yago. También ella era culpable. Debería haber intentado hablar con su marido para llegar a un acuerdo. Tal vez, si no se hubiera obcecado en su postura de no regresar al pasado… pero en verdad era tan descabellado ir allí y exponer a su hijo a todos sus peligros…
—Yago, cielo, ya he vuelto —anunció, más calmada.
No obtuvo ninguna respuesta. Al ver la puerta de la habitación cerrada, Marina supuso que estaba otra vez entretenido con su videoconsola, luchando contra los marcianitos. Miró en el cuarto, pero estaba vacío y demasiado ordenado para el caos que solía adornar la habitación de su hijo. Un tanto intranquila se dirigió al frigorífico; seguramente le había dejado una nota para advertirle adonde había ido.
En cuanto vio la carta le encogió el estómago un mal presentimiento. Se llevó la mano al cuello para no gritar. Esta vez lo había perdido de verdad.
Querida ama:
No te preocupes por mí. He ido a buscar a mi padre. Os oí discutir el otro día. Lo sé todo. No te enfades conmigo, sólo quiero estar con él y le echo mucho de menos. Le quiero tanto como a ti y me gustaría que pudiéramos estar los tres juntos. Ha sido guay tenerlo en casa y quisiera que eso fuera para siempre.
No tengo miedo a lo que encuentre en ese siglo. He estudiado todo lo que he podido en la biblioteca y he visto películas. No puede ser tan malo.
¡Será una aventura!
Me habría gustado que vinieras conmigo. Quizá ahora lo hagas.
Te quiero mucho y siempre me acordaré de ti.
Un beso.
Yago
* * *
Tenía todo recogido y ordenado. Volvió a repasar todas las cosas y, cuando las encontró a su entera satisfacción, se permitió el lujo de descansar. Llevaba desde la tarde anterior preparándose para el viaje, pues al descubrir la nota de su hijo también había comprendido que la iglesia, a esas horas, estaría cerrada; no podría hacer nada hasta el día siguiente. Yago no había vuelto a casa en toda la noche. Necesitaba creer que lo había conseguido y que se encontraba con su padre; pensar otra cosa era terrorífico.
Apoyó las manos en el estómago, en un intento de calmar el dolor mientras paseaba inquieta por la sala. Necesitaba hablar con alguien; si continuaba allí sola terminaría por volverse loca.
Marcó el número de Alex.
—¿Diga? —Al otro lado del teléfono se oyó la voz somnolienta del médico.
—Hola, Alex. Perdona que te despierte...
—¿Te ocurre algo? —preguntó, preocupado—. ¿Qué te pasa?
—No, nada... Bueno, Yago se ha marchado para buscar a su padre... —Pensó en qué más contarle, pero el teléfono era muy frío para confidencias—. ¿Podrías venir a mi casa?
—Por supuesto; dame unos minutos y allí estaré.
Colgaron; inmediatamente Marina se hizo una tisana relajante. Eran las seis de la mañana y aún quedaba mucho tiempo hasta que abrieran las puertas de la iglesia de San Vicente. Debía relajarse antes de que la impaciencia le hiciera perder la razón.
* * *
Veinte minutos más tarde, Alex llamó a la puerta de Marina. Llevaba el pelo revuelto y la barba sin afeitar. No había querido entretenerse en nada; la voz de ella estaba muy alterada y necesitaba saber qué había ocurrido para que Yago se marchase.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, en cuanto se abrió la puerta.
—Mi marido regresó a su casa...
—¿Tu marido? ¿Estabas casada con Diego? —Se mostró consternado; no tenía ni idea de que ella estuviese casada; él no se lo había dicho.
—Sí, me casé con él hace trece años. —Le mostró el anillo que había lucido en su dedo anular durante todos esos años—. Ven, siéntate, por favor. Lo que tengo que contarte es muy extenso. He preparado café.
Alex, demasiado aturdido para hablar, la siguió a la cocina sin quitarle la vista de encima. Ella estaba muy pálida y tenía las ojeras moradas de cansancio. Dedujo que había pasado toda la noche levantada.
—¿Cuándo lo has sabido?
—Ayer, cuando regresé de entregar un cuadro —susurró Marina, pasándole una taza de café humeante.
—¡Por Dios! ¿Cómo es que no me llamaste? —inquirió, exasperado.
—No podíamos hacer nada; de hecho, no puedo hacer nada hasta dentro de unas horas.
—¿Por qué no? —indagó él, mientras tomaba un sorbo de café.
Marina se sentó y comenzó a contarle todo lo ocurrido trece años atrás, durante los tres meses de su desaparición. Él no podía creer lo que estaba oyendo. Era imposible. Esa historia tenía que ser un invento.
—¿Me estás diciendo que saltaste en el tiempo y que apareciste a principios del siglo XVIII? —insinuó, tratando de asimilar todo lo que ella le contaba.
—Sí. Por eso no pudisteis encontrarme —aseguró, cansada.
—¿Dijiste que él había muerto porque estaba en otro tiempo? —Era de locos. Inverosímil.
—Ya te he comentado que, cuando le dejé allí, él estaba luchando para salvar la vida y me obligó a regresar. Aunque hubiera resultado ileso, como así fue, después de trescientos años era seguro que no viviría.
—Por supuesto... ¡Dios mío! Por eso él me resultaba tan extraño. ¡Santo Dios! Es como para perder la razón —exclamó, frotándose la frente para despejarse—. Me resulta imposible de creerlo.
—Lo sé, yo tampoco lo hubiera creído de no haberlo experimentado en carne propia —murmuró Marina, cansada—. Comprendo que no lo hagas, pero… ¡Es la verdad!
Alex no quería contrariarla y decidió seguirle la corriente, esperando encontrar algo de sensatez en todo lo que le estaba contando.
—Y ahora Yago ha ido tras él. ¿Qué vas a hacer? No, no me lo digas... Le vas a seguir.
—No tengo otro remedio. Mi hijo no sabe nada de aquel tiempo; tan sólo tiene la idea romántica de los libros y las películas —suspiró—. La realidad es más devastadora y peligrosa. Debo encontrarlo. Estoy aterrorizada.
Guardaron silencio un rato mientras acababan, Alex su segunda taza de café y Marina, la infusión que se le había quedado fría en la taza.
—¿Qué puedo hacer yo? —solicitó el médico, impotente ante los acontecimientos.
—Nada. Cuida de mi casa y del Sirena. No sé si podremos volver... —Lo miró con lágrimas en los ojos—. ¡Oh, Alex! No sé si podré encontrarle. ¿Y si terminamos en épocas diferentes? ¡Tengo tanto miedo! ¡Sólo es un niño!
—Deja de atormentarte y piensa con más lógica. ¡Por Dios! ¿De qué lógica hablo? —se amonestó—. Tú desapareciste en agosto de mil novecientos ochenta y nueve y apareciste en agosto de mil setecientos. —Se acarició el mentón, pensativo—. Tres meses más tarde reapareces. Aparentemente el tiempo ha transcurrido paralelo. Diego pasa de julio de mil setecientos trece a julio de dos mil dos. Nada hace suponer que, cuando él volvió a su tiempo, no lo hiciera dieciséis días después de salir de allí. Puestos a imaginar, Yago habrá llegado a esa época del mismo modo...
—No lo sabemos —cortó Marina, desesperada. Se levantó, incapaz de estarse quieta—. Ha podido ir a cualquier otro año, siglo o milenio. Incluso... No lo sé, me estoy atormentando.
—Piensa que lo ha conseguido y que ahora está durmiendo en casa de su padre, en un colchón de plumas o dondequiera durmieran entonces.
Marina rompió a llorar. Alex se levantó y fue a abrazarla, en un intento de darle apoyo en aquellos momentos tan difíciles y tristes. Ella hipó contra su pecho, agotada. Con cuidado para no sobresaltarla, la cogió en brazos y la llevó al sofá, donde la tumbó para que descansara un rato. Luego se arrodilló a su lado y le acarició el pelo hasta percibir que ella dejaba de llorar y se dormía.
Se marcharía. Lo más probable era que no volviese a verla. Pensarlo le partía el corazón. Sin embargo, desde el momento en que vio cómo miraba a Diego supo que Marina jamás querría a otro. No dudaba (y menos después de haberlo visto aquella mañana), de que a Diego le había resultado muy difícil tomar la decisión de abandonar a su mujer y a su hijo. De haber podido evitarlo no lo habría hecho. Probablemente su tos se debía al aire contaminado de la época actual. Una vez alejado del monóxido de carbono, su irritación de garganta y su tos desaparecerían.
Si Diego era inteligente, destruiría es maldito confesionario una vez que los tuviera a los dos junto a él.
Continuará...
2 comentarios:
Hola!
He encontrado tu blog de pura casualidad.
Y justo cuando me estoy leyendo tu libro de:"A través del tiempo"
Estas cosas sólo me pasan a mí.
El libro me está gustando mucho.
¡Buen trabajo!
Me gustan muchos aspectos del personaje de Marina.
¿Y Diego? "¡Por todos los demonios!"(según decían en aquella época no? jaja)Es un Hombre con todas las letras.
Muchos besos!Te sigo ;)
Hola Ironía.
Bueno, ya sabes aquello de: todo ocurre por algo. Jajajaja
Espero que te guste y que lo disfrutes.
No se te ocurra leer este final hasta haber acabado la novela ;-D
Besitos
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