¡Ya ha llegado mi gran día! Estoy
en las librerías esperando, impaciente, a que me peinéis las hojas y que acariciéis
mis caracteres, mientras disfrutáis con mi lectura.
Os dejo el prólogo para que os
hagáis una idea de lo que encontraréis dentro de la estupenda portada con la
que me han vestido.
Prometo que haré todo lo posible
para dejaros con un buen sabor de boca.
Muchas
gracias por estar ahí y por vuestro amor a los libros.
Pasajes, Guipúzcoa, 15 de octubre de 1730.
Tiró de las riendas del caballo y desmontó en cuanto
se detuvo. Los latidos de su corazón retumbaban con fuerza en los oídos por
haber galopado sin parar desde San Sebastián. Temía no llegar a tiempo.
Una multitud se apiñaba en el puerto de Pasajes para
despedir al Santa Rosa, el cuarto
navío que la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas enviaba a La Guaira. Las
voces, llamando a los seres queridos que viajaban en el barco, se solapaban
unas con otras en su afán por hacerse oír. Desde la cubierta, los pasajeros
saludaban, agitando brazos, sombreros o pañuelos, mientras los marineros,
encaramados en las vergas, bregaban con las velas para la inminente partida.
María Aguirre, escondida entre las primeras casas del
pueblo, rumiaba su furia contra Samuel Boudreaux, sin decidirse entre dejarse
ver y despedir a su amado en el puerto o mantenerse oculta, negándose a sí
misma y a él la posibilidad de verse una vez más.
No podía creerlo. ¿Por qué no le hacía caso? ¿Por qué
seguía insistiendo en marcharse?
María apretó las riendas como si fuera a exprimirlas.
Apoyó la frente contra el sudoroso cuello del caballo y se dejó llevar por los
recuerdos de la tarde anterior.
Habían salido a pasear por la orilla del río. Por ser
el último día, maese Sebastián les había dado fiesta en la confitería y ella
quería aprovecharlo para tratar, una vez más, de convencer a Samuel de que no
se fuera.
—¿No lo entiendes? ¡Es una oportunidad! —le había
dicho él, con los ojos brillantes de expectación. Toda su alegría era un
tormento para ella—. Te he dicho en muchas ocasiones que debería haber ido en
julio, cuando partieron los primeros barcos. Imagina, allí podré aprender
muchas cosas más sobre el cacao, sobre la confitería…
—Y yo te he repetido hasta la saciedad que sabes lo
suficiente, Samuel. Hasta maese Sebastián dice que tienes un don para el oficio
—le recordó, abatida, mirando un grupo de patos que nadaban contracorriente. Lo
habían discutido casi cada día, desde que él decidió embarcarse para el Nuevo
Mundo, con idéntico resultado: él se marchaba y no había nada que lo disuadiera
de su deseo.
—¿Y de qué me sirve si no tengo confitería? —protestó,
enfurruñado, las manos en la cadera—. ¿Por qué seguimos con esto? ¿Acaso no lo
hemos hablado hasta el hartazgo? Es la última tarde que estaremos juntos. —Se
sentó en el suelo, junto a ella—. Por favor, no discutamos más.
—Maese Dionisio es muy mayor —comentó, como si no le
hubiera oído. Era su postrera oportunidad de hacerle cambiar de idea—. Ninguno
de sus hijos ha querido seguir sus pasos y tienen negocios propios. Cuando él
fallezca o no pueda seguir, el Gremio de Confiteros y Cereros seguro que te
dará a ti su tienda.
Samuel bufó y se pasó la mano por la cara.
—Para eso pueden pasar años, María. Yo no quiero
esperar. Quizá pueda montar mi propio negocio allá, en aquellas tierras. ¿Te
imaginas? —Otra vez esa mirada soñadora—. Tú podrías ir allí y nos casaríamos…
¡Sería estupendo!
—¿Y dejar nuestra tierra? —musitó, pasando las manos
por las hojas doradas que cubrían el suelo. No lo había pensado.
—¿Por qué no? Dicen que allá el tiempo es muy cálido…
Estaremos juntos, como siempre hemos querido —añadió, tomándole de las manos
con cariño. Él las tenía calientes, mientras que las de ella eran como dos
témpanos de hielo—. Sólo tienes que esperar a que te avise. No creo que sea
mucho tiempo. —Se las frotó con suavidad para calentárselas.
Quería creerle. Deseaba tener la paciencia suficiente
para esperar, pero la idea la llenaba de desasosiego. No quería llorar, aunque
las lágrimas le escocían en los ojos, amenazando con desbordarse de un momento
a otro. Cada vez que debatían ese tema, siempre terminaba llorando; estaba
harta.
—Pasarán meses hasta que podamos ponernos en contacto.
—Se soltó de sus manos y se levantó antes de abrazarse a sí misma, dándole la
espalda—. Este es el último navío que parte para el Nuevo Mundo. Hasta la
primavera no habrá otros. Para cuando tú escribas, yo reciba la carta y…
¡Pasará un año o más! ¿No lo entiendes? ¡Es mucho tiempo! Pueden pasar muchas
cosas ¡Un naufragio!
Le oyó levantarse, pero no se volvió. Pese a que la tarde
otoñal no era muy fresca, ella estaba helada. Se arrebujó mejor en el chal,
buscando un poco de calidez que alejara el frío instalado en su interior, sin
lograrlo.
—Deja de pensar en eso. Ya lo hemos hablado: no voy a
naufragar. No pasará nada malo. No para nosotros, amor. Nos queremos. Podemos
esperar —aseguró Samuel, convencido. Luego se acercó y la hizo girar para verle
la cara—. Yo te esperaré. ¿Me prometes que tú harás lo mismo? —preguntó,
sujetándole la barbilla con suavidad.
María miró aquellos ojos, tan oscuros como el
chocolate, debatiéndose entre asentir o negar la promesa. No quería que se
fuera. ¡Virgen Santa! No podría soportar tanto tiempo lejos de él. Desde que se
conocieron, de niños, nunca habían estado más que unas semanas separados. Ahora
deberían estar meses o años sin verse. ¡Era demasiado!
—¿Me lo prometes? Di que me esperarás —insistió
Samuel, acariciándole la mejilla con delicadeza.
—Sí, te esperaré —musitó al fin, con los ojos
cerrados, demasiado triste para mirarlo.
—Te quiero, María. No lo olvides. Yo también sufriré
al no estar contigo…
—¡Pues no te vayas! Quédate aquí —suplicó, antes de
apoyar la cara en la mano cálida de él—. Por favor. No te marches.
—No voy a cambiar de opinión. Lo siento. Mañana me
voy. Comprende que será algo bueno para los dos —susurró Samuel, disgustado—.
No nos hagas esto, por favor. No seas niña.
—¿Que no sea niña? ¿Acaso tú te crees un hombre por
pensar de ese modo? ¿Por querer salir en busca de aventuras? —espetó, furiosa.
Se apartó de él. No podía seguir a su lado. Si permanecía más tiempo, diría
algo de lo que después se arrepentiría para siempre. Le dio la espalda y
emprendió el camino a su casa.
—María, no seas así. No nos despidamos de ese modo.
—La alcanzó antes de sujetarla por el codo y detenerla—. Deja que me lleve tu
sonrisa. Deja que sea eso lo que recuerde cada día y cada noche, hasta que nos
volvamos a ver.
—No tendrías que imaginar nada, si te quedases aquí
—le reprochó, dolorida—. No puedo. De verdad, no puedo. Me duele demasiado para
sonreír. ¿No lo entiendes?
—Estás siendo tan irracional como…
—¡Irracional! —le cortó, rabiosa—. ¡Por el amor de
Dios, Samuel! ¡Vete! Vete, si eso es lo que tanto deseas. Vete y no vuelvas
—barbotó antes de alzarse las faldas y salir corriendo de regreso a su casa.
Ahora estaba allí, escondida. Agotada por no haber
dormido en toda la noche. Alternando las horas entre el llanto y la furia.
Arrepentida hasta el dolor por lo que le había dicho, pero incapaz de dar la
cara y despedir a su amado.
El griterío de la gente subió de intensidad. El barco
partía.
¡Virgen Santa! Tenía que verlo. Ver su cara por última
vez.
Con decisión, montó a caballo y lo espoleó para acercarse a la dársena
antes de que fuera demasiado tarde.