Allí estábamos, un par de libros y yo, esperando a que Marta nos leyera, sin atrevernos a decir nada. Durante dos días se limitó mirarnos cada vez que entraba en su salón, pero sin decidirse por ninguno de nosotros.
Yo empezaba a sospechar que no nos leería nunca. Sí, suena muy pesimista, aunque si vosotros hubierais estado allí, pensaríais igual que yo. Seguro.
La espera se me hizo eterna. Sabéis que, pese a los años transcurridos en la biblioteca, sigo sin tener paciencia. Un defecto muy grande para un libro…
Vale, vale, no os impacientéis; ya sigo con la historia.
El tercer día se sentó en el sofá y, tras echarnos un vistazo, me eligió a mí.
¡Qué pasada! Mis hojas temblaban, anticipando el momento en que, con suavidad, abriera las cubiertas y mirase en mi interior.
Cuando al fin lo hizo y quedé lujuriosamente expuesto a su merced, creedme: fue un momento sublime. Me costó lo suyo mantener las líneas en su sitio, sin que ondulasen como la cinta de una gimnasta.
Aún hoy, después de que han pasado varios días de eso, me sigo estremeciendo al recordar sus dedos rozando mis páginas. Su aliento calentando el papel.
¡Ay, me derrito de placer!
Tengo un par de hojas algo húmedas por sus lágrimas. Sí, lloró. Mucho. Uno de mis capítulos es especialmente triste y ella no lo pudo aguantar.
Sé que no lloraba sólo por mi argumento. Si bien empezó por ello, terminó llorando por sus propias vivencias. Me apenó no poder hacer nada por ella y limitarme a ser testigo de su desdicha. Aun eso, sé que le ayudó mucho. Fue una especie de catarsis, estoy seguro.
Después, cuando terminó de leerme, llamó a su padre.
Han quedado para comer en esta semana.
No sé vosotros, pero yo tengo muy buenas vibraciones.
Hasta otra.
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