Ya están aquí


Ya están aquí. Parecía que no iban a llegar nunca, pero ya lo han hecho.

Hace días que las calles están iluminadas con guirnaldas de colores, estrellas brillantes, cascadas de luces… Todo preparado para recibir estas fiestas.

Imagino que el árbol y el nacimiento adornaran muchas casas, y el olor de comidas deliciosas, impregnara los hogares.

Tengo algunas manchas de masa de bizcocho de las Navidades pasadas. La lectora era incapaz de soltarme. ¡Qué satisfacción!

La biblioteca ha estado un tanto triste. La mayoría de los usuarios están liados con las compras para las cenas y comidas, o buscando el regalo prefecto. ¡Nada mejor que un buen libro!

A mí me han dejado olvidado en mi balda y mato el tiempo observando a los pocos que se acercan. Si para Nochebuena no me han llevado, imagino que pasaré aquí la noche. Si os soy sincero, no me importa. Me gusta el ambiente que se crea entre los libros.

La Biblia nos contará el pasaje del Nacimiento de Jesús y nos ayudará a recordar la razón de que celebremos estas fiestas.

Luego, cada uno de nosotros, buscará entre sus páginas, escenas ocurridas o relacionas en estas fechas y las recitaremos para el resto.

Yo tengo una muy bonita y emotiva, que seguro les gusta.

¿Os parezco vanidoso? Pues no lo soy, es que he escuchado más de un suspiro cuando la han leído, así que no creo que me equivoque.

No quiero entreteneros más, intuyó que estáis pendientes de salir a comprar o escribiendo felicitaciones a vuestros familiares y amigos.

Desde esta biblioteca:

¡Os deseamos Felices Fiestas y un Próspero año 2011!

Hasta la próxima vez.

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Milagro en las bibliotecas


Hace tiempo que no os contaba nada. Espero que me perdonéis por haber sido tan desconsiderado.

Aquí, en la biblioteca, todo ha sido un caos. El expurgo ha durado más de lo esperado y, pese a saber que no seríamos destruidos —en el caso de ser elegidos para tan funesto fin—, hemos estado un tanto alborotados.

¿Cómo no estarlo? Poneos en mi lugar.

Pero bueno, no es de eso de lo que os quería hablar.

Con los cursos en marcha, hemos vuelto a la rutina. Los ancianos, que ya no tienen que cuidar de los nietos mientras los padres trabajan, han vuelto por la biblioteca y con ellos las peleas por los diarios.

El otro día oí comentar a una de las bibliotecarias que el recinto era milagroso. Yo también lo había pensado, no creáis.

Sólo hay que observar y vosotros también pensaréis lo mismo.

Os lo cuento:

Todas las mañanas, los ancianos van llegando con su característico arrastrar de pies, a golpe de bastón o de muleta. Un grupo de hombres y mujeres de andar despacio y algo quejumbroso. Pero todo eso cambia al cruzar el arco de seguridad de la entrada. En ese momento, sus pies parecen tener alas, el bastón se convierte en un arma para apartar a los incautos y el gesto de dolor cambia por un gruñido de guerra.

Los cojos, andan sin la ayuda del bastón; los que oyen mal, son capaces de captar hasta el más leve crujido del papel; lo que casi no ven, parecen haber adquirido los poderes de visión de Superman y localizan los periódicos del día en un Santiamén.

Atentos los del Vaticano, ¡es impresionante!

Estalla la guerra del diario. Todo vale con tal de alcanzar los apreciadísimos ejemplares.

Manos nudosas y artríticas, asen con extraordinaria fuerza el papel, en un tira y afloja, hasta que se declaran los vencedores o vencedoras.

Después, cuando los carraspeos de las bibliotecarias los llaman a comportarse con decoro, se establece el orden de los turnos y se hace el silencio.

¿Qué no me creéis? Pues os animo a que visitéis a primera hora cualquier biblioteca pública y luego me contáis.

Seguro que os lleváis una sorpresa.

Hasta pronto.

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Día de expurgo

Ahí viene el carro.

Quisiera decir que con un chirrido de ruedas, como en las películas de miedo, pero eso sería mentir y no voy a hacerlo.

Esto es muy doloroso. Tratad de imaginarlo. Nosotros, los libros de la biblioteca, sabemos que tarde o temprano nos tocará, pero intentamos no pensar en ello.

Desde el momento que llegas aquí, empieza la cuenta atrás. Cada vez que te leen, te manosean, te tratan sin cuidado, te llevan a la playa, te mojan…, te van acercando inexorablemente al momento en que en la biblioteca tomaran la decisión de apartarte del fondo y llevarte a...

¡Se me encogen los caracteres de solo pensarlo!

Cuando las vemos llegar, lista en mano, empujando el carro vacío, se hace un silencio sepulcral en las baldas. Todos contenemos el aliento, apretujamos las hojas, nos enderezamos, alisamos nuestras portadas y rezamos a nuestro Señor Gutemberg para que pasen de largo y nos dejen otra temporada en esta casa.

Si hemos tenido suerte y no estamos en su lista, respiramos tranquilos, eso sí, sin dejar de mantenernos firmes, cual soldaditos de plomo en una vitrina.

Desde que estoy aquí he visto pasar ese carro muchas veces. He sido testigo de los gritos agónicos de compañeros que tuvieron menos suerte que yo. Les he visto llorar tinta, mientras las bibliotecarias, ajenas a ese desmesurado sufrimiento, lo tiraban en el carro, ya sin miramientos ni contemplaciones. Al fin y al cabo, su destino era… desaparecer.

¡Sí! Hay que decirlo en alto para que se sepa. ¡Desaparecer!

¿Os habéis preguntado alguna vez, qué sucede con los libros que están obsoletos o muy estropeados?

Pues que los destruyen, los convierten en pulpa de papel y desaparecen.

Mi parte romántica quiere pensar que en realidad no desaparecen del todo y que una parte queda en cada una de las hojas de los libros nuevos.

—¡Uf! Menos mal que han decido dejarlos en una mesa, a la entrada —dice una de las bibliotecarias, aliviada.

—Sí. Seguro que los usuarios se los llevan a su casa —contesta la otra.

—Un destino mejor que terminar en la trituradora.

¡Bien! ¡Por fin una buena noticia!

Puedo sentir como mis compañeros sueltan el aire y respiran mas sosegados. Parece que, después de todo, los elegidos no serán destruidos. ¡Alabado sea Gutemberg!

Hasta otra.

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¿Vacaciones?

Siento haber tardado tanto en volver por aquí. He estado de vacaciones. ¡Sí!

Aunque tengo que aclarar que no han sido como me había imaginado.

Mi lectora me llevó en su bolso para leerme mientras esperaba el vuelo en Barajas. La terminal estaba abarrotada de viajeros despistados, somnolientos, eufóricos o aburridos, que buscaban su puerta de embarque. El movimiento era tal que ella no conseguía concentrarse en mí, así que terminó por devolverme al bolso.

Tuve que conformarme con escuchar lo que sucedía a mi alrededor sin poder ver nada.

En aquel momento tendría que haberme dado cuenta. Aquello era una señal de lo que sería la tónica general del viaje.

No soy perfecto, lo reconozco.

Volvió a sacarme cuando embarcamos.

Ya estaba impaciente por salir de allí.

¡Bah! Para lo que sirvió.

El paisaje era demasiado hermoso como para obviarlo, por lo que ella prefirió mirar por la ventanilla en lugar de seguir con mi historia.

Vale, ya sé que contemplar las nubes flotando junto al avión o ver el suelo parcheado de tonos verdes o terrosos, como si fuera una colcha de patchwork, es interesante y todo eso, pero ¡mi historia es preciosa!

Nada, que ella me abandonó sobre su regazo.

Para cuando aterrizamos, mis hojas estaban hinchadas y mis caracteres abotargados por la presión. ¡Menos mal que no tenía que andar!

Lo bueno de todo es que mi lectora se olvidó de meterme en su bolso y pude empaparme de todo hasta llegar al hotel.

Triste consuelo.

Por favor, os lo suplico, cuando vayáis de vacaciones no llevéis un libro a menos que estéis seguros de que tendréis tiempo de leer.

He pasado siete días sin ver la luz del sol, en el fondo de una maleta. ¿Esa es la idea de unas vacaciones? Definitivamente no.

Hasta otra.

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Relato en Revista RománTica´s


Me han publicado un relato en el número seis de la Revista RománTica´s. Os lo pego por si os apetece leerlo. Si pincháis en la portada podréis bajaros la revista.

Espero que os guste.

Juegos del destino

Frente al altar, María, nerviosa, aprieta el ramo de flores entre las manos. Su mente se obstina en recordar lo sucedido desde que su hija le anunciara que se casaba y que iban a celebrar una comida en la que, por fin, la presentaría a su novio.

Sabía que Silvia había empezado a salir con un hombre varios meses atrás, pero nunca se imaginó que fueran a casarse tan pronto. Por mucho que le había insistido para que se lo presentase, su hija le había contestado que cuando estuviera segura de la relación. Así que lo único que, en aquel momento, sabía sobre su futuro yerno, era que se llamaba Alonso.

Pese a esas dudas, había decidido aceptar a ese joven por el bien de Silvia. Quería que su hija fuera feliz.

Cuando las dos llegaron al restaurante, el camarero las condujo hasta la mesa. Un doble de George Clooney y un joven, que debía de ser su hijo, se levantaron para saludarlas.

Desde la muerte de su esposo, María no había vuelto a sentir aquello, pero al ver a aquel atractivo hombre maduro su corazón se saltó un par de latidos y luego comenzó a bombear como loco.

No pudo evitar sonrojarse como una colegiala cuando reparó en que él también la miraba con asombro. Desde luego el padre de Alonso era muy guapo.

Su hija, ajena a todo, se acercó para besar a aquel hombre… ¡en los labios! Y ella deseó que la tragase la tierra.


Marcos vuelve a comprobar que lleva los anillos de boda en el bolsillo del chaleco. No quiere extraviarlos en el último momento; su padre no se lo perdonaría y su futura madrastra, tampoco.

Cierra los ojos y en su mente se forma la imagen de Silvia. En aquel día que la vio entrar con su madre en el restaurante y pensó que si las diosas existían, sin duda Silvia era una de ellas.

Era evidente que su padre tenía un gusto exquisito: su futura novia, la mujer que acompañaba a la diosa, era muy bella.

Estaba esperando que hiciera las presentaciones para conocer el nombre de aquella Venus, cuando ella se acercó para besar a su padre en los labios.

Por un momento, todo se paró alrededor. ¿La diosa era la novia de su padre?

Había saludado a las dos mujeres, en estado de shock. El destino, cruel y caprichoso, le estaba jugado una mala pasada.

Al mirar la carta que el camarero acababa de entregarles, se serenó un poco. Lo suficiente para poder mantener una conversación medianamente inteligente con Silvia que, sentada a su lado, parecía tan sorprendida como él.

Cuando salió del restaurante, horas después, se prometió olvidar lo que ella le hacía sentir. Debía hacerlo por el bien de su padre. Y por el suyo propio.


Silvia suspira con la mirada perdida en los dorados del altar. Quién hubiera pensado que algo así le iba a suceder a ella.

Pese a que él le doblaba la edad, había sentido una afinidad especial por Alonso desde el mismo instante en que lo conoció. Su carisma y sus buenas maneras la cautivaron enseguida.

Pocos meses después le había pedido matrimonio y ella había aceptado encantada. Acordaron hacer una comida para anunciar a Marcos, el hijo de Alonso, y a María, la madre de Silvia, el enlace.

El restaurante elegido era nuevo y su personal se desvivía por atender a los comensales. Cuando María y ella llegaron, Alonso y Marcos ya estaban allí. Tras hacer las presentaciones, ella se fijó por primera vez en Marcos. Él era una versión más joven de su padre y su presencia la dejó sin habla durante unos segundos.

Ella nunca había creído en el amor a primera vista, pero el batir de su corazón le hizo recapacitar.

Marcos era un joven de su edad, atento y considerado, con el que descubrió muchos puntos en común. Se habían enfrascado en una conversación sin percatarse de que Alonso y María quedaban al margen. Como si sólo estuvieran ellos dos.

Cuando se despidieron unas horas más tarde, la cabeza de Silvia era un caos. Se iba a casar con Alonso. No podía ser de otro modo. Debía olvidar lo que Marcos había despertado en ella. ¡Qué tonta era! Como si se pudiera mandar en los sentimientos.


Alonso mueve los pies, inquieto. Es la segunda vez que se casa y está aún más nervioso que la primera.

Tras ellos, los invitados cuchichean en los asientos y vuelve a preguntarse qué pensarán de aquella situación tan extraña. Y es que en verdad es algo raro, increíble.

No quiere mirar a la novia para no ponerse en evidencia. La ama con todo el alma.

Da gracias todos los días por lo sucedido. Conocer a Silvia es lo mejor que le ha pasado. Ella le ha traído la felicidad de la mano. No habría podido desear nada mejor.

Una vez alguien le preguntó si creía en el destino, él había contestado muy seguro que no, pero ahora tiene sus dudas.

Había conocido a Silvia a la salida del teatro. Aquel día llovía a cantaros y ninguno de los dos tenía paraguas. Como no dejaba de llover, empezaron a hablar para pasar el tiempo, resguardados bajo la marquesina del edificio. Resultó que Silvia había ido a la función en lugar de su madre, pues en el último momento se había puesto enferma y le había dado la entrada.

Conectaron enseguida, como si conocerse fuera cosa del destino. Ahora está seguro de que así ha sido.

Los cuatro estaban predestinados, no hay duda. El tiempo lo ha evidenciado.

Alonso, por fin, se permite mirar a su novia. Sigue siendo una mujer bellísima; las patas de gallo son fiel reflejo de su carácter risueño. Al otro lado, Silvia sólo tiene ojos para su prometido. Marcos cruza la mirada con su padre, como esperando su aprobación. Pese a los meses pasados y lo mucho que le ha asegurado que los sentimientos por su antigua prometida son sólo paternales, su hijo teme haberle robando la novia. El leve asentimiento de Alonso, distiende una sonrisa, mezcla de alivio y felicidad, en la cara de Marcos.

—Queridos hermanos, nos hemos reunido hoy aquí para unir a estos hombres y a estas mujeres en Santo Matrimonio. —La voz del cura resuena en la iglesia.

Todo es perfecto. Tal y como debe ser.

Entrevista en El Rincón Romántico


¡Hola a tod@s!

El portal de novela romántica El Rincón Romántico cumple ocho años y para celebrarlo han decidido hacer una serie de entrevistas a diversas autoras de novela romántica. La reportera es Nieves Hidalgo, una autora que demuestra su generosidad dando a conocer, con sus entrevistas, a escritoras inéditas.

Un abrazo.


ENTREVISTA A PILAR CABERO
A través del tiempo (nunca mejor para presentarte) que quieras concedernos en esta entrevista, intentaremos que las lectoras te conozcan un poco más. Gracias, Pilar, por dedicárnoslo.

Gracias a vosotras por proponérmelo.

1- Naciste en San Sebastián y ahora vives en Pasai Donibane. Estás casada y tienes dos hijos. ¿Cuándo escribes? ¿Qué tiempo puedes dedicar a tus novelas y relatos?

Depende del día, pero generalmente lo hago por la mañana. Las tardes las dedico a pintar al óleo, otra de mis aficiones.

2- ¿Te mediatizó el hecho de vivir en el norte para centrar tu primera novela publicada, A través del tiempo, justamente en esa zona de España?

Más bien fueron los propios personajes los que me obligaron a hacerlo. Como estoy enamorada de San Sebastián, no me resistí nada.

3- Tú misma dices que empezaste leyendo a Johanna Lindsey, Amanda Quick, Kathleen Woodiwiss. Sin embargo, tus novelas no son del estilo que caracteriza a estas escritoras. ¿Cómo decidiste escribir unas historias que distan tanto en el estilo? ¿Te sientes más cómoda mezclando la histórica con la contemporánea?

No fui consciente de ello. Simplemente me puse a escribir y salió así. En cuanto a mezclar épocas, es lo que requería la historia; no quedaba más remedio. Y la verdad es que me divertí un montón.

4- ¿Por qué un viaje en el tiempo?

Mirad, esa no era la idea que tenía en mente. En principio quería escribir sobre la vida de una joven donostiarra en el siglo XVIII, pero una amiga me propuso que la joven fuera del siglo XX y que hiciera un salto en el tiempo. En cuanto me puse a ello, la historia salió sola.

5- ¿En quién te fijaste para crear el personaje de Marina? ¿En quién para el protagonista, el capitán Diego Izaguirre?

¿Me creeríais si os dijera que en nadie? Un buen día, ellos aparecieron en mi cabeza y, sin descanso, se pusieron a contarme sus cosas.
A veces, después de terminarla, he tratado de buscar un actor y una actriz para encarnarlos, pero aún no los he encontrado. En cambio, cuando empecé a escribir Tiempo de hechizos, el actor británico, Richard Armitage, era el Yago perfecto y me costó muy poco imaginarlo como él.

6- De poder trasladarte (aunque no fuera a través de un confesionario), ¿qué época te gustaría conocer?

El siglo XVIII. No sé la razón, pero es una época que me atrae. Aunque reconozco que, para una persona de nuestro tiempo, sería muy difícil adaptarse a vivir allí. Mi viaje sería de ida y vuelta, jajaja.

7- ¿Te dejaron elegir las portadas? ¿Te pidieron ideas para diseñarla?

En el caso de A través del tiempo, empezamos a diseñar una portada entre Eva y yo. De hecho pinté una con acuarelas. El problema es que al digitalizarla no quedaba bien.
Cerca de la fecha de publicación me enseñaron la definitiva y me pareció perfecta.
Os cuento una anécdota: mientras diseñábamos la portada, que por entonces era en tonos sepia, yo soñé que tenía en las manos la novela, era azul. Se lo comenté a Eva como algo gracioso, sin darle mayor importancia.
La portada de Tiempo de hechizos la imaginé desde el principio. Le di la idea a una amiga, que es ilustradora, y a Eva, el resultado, le pareció bien.

8- Tu segunda novela, Tiempo de hechizos, es la continuación de la primera historia. ¿Te has planteado hacer una saga?

Mientras la escribía, una lectora me preguntó sin Marina y Diego tuvieron más hijos. En aquel momento ni me lo había planteado, pero en cuanto dejé abierta la posibilidad, Clara se coló en mi cabeza como un torbellino.
En ese instante, supe que ella me exigiría su propia novela. De momento la tengo esperando con mil excusas. El problema es que, como ella no destaca por su paciencia, temo por mi salud mental.
Ella pondrá el final a la Saga Izaguirre.

9- ¿Piensas que Yago y Micaela, los protagonistas de Tiempo de hechizos, han conseguido la misma aceptación que los de la primera novela?

No sé qué deciros. Los hombres se decantan por la primera porque tiene más aventuras. En cuanto a las mujeres, hay opiniones encontradas: unas prefieren a Diego porque encarna al héroe por excelencia y otras a Yago, precisamente por lo contrario. Ya sabéis que para gustos, los colores.

10- Te lo habrán preguntado muchas veces, pero ¿cómo te documentaste para escribirlas?, porque las escenas de barco están estupendamente plasmadas.

Eso es lo más gracioso de todo. Me encanta el mar y los barcos, pero tengo pánico al agua jajaja.
Leí muchas novelas que se desarrollaran en barcos. Me hice con un diccionario náutico, busqué libros sobre navíos e, incluso, el libro de teoría para sacar el PER (Patrón de Embarcación de Recreo). En aquel momento yo no tenía Internet en casa, así que todos los días iba a las bibliotecas a sacar información, que apuntaba o dibujaba en una libreta.
Los libros infantiles de consulta me ayudaron mucho.

11- ¿Fue muy costoso conseguir que te publicaran?

Estuve un año buscando editorial. Por entonces no había muchos sellos de romántica. Yo se lo mandé a los cinco principales. Cuando The Heartmaker anunció que tenía pensado editar, se lo envié a ellos también.

12- Has intervenido en algunos trabajos compartidos, como Desde que tú llegaste, dentro de la Antología de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, y Atmósferas, un libro en el que unos cien escritores cedieron relatos para conseguir becas de estudio. ¿Te sientes cómoda escribiendo junto a otras autoras? ¿Qué te aporta?

En el caso de Atmósferas cada escrito era independiente, así que no fue complicado.
La Antología era diferente. A mí me pidieron que escribiera mi visión desde el lado histórico. Como la novela de Stevenson está ambientada en la época victoriana me costó mucho pensar en algo que fuera completamente diferente.
Para mí fue una manera de ver las diferentes visiones o versiones de una misma historia. Cada autora con su propio estilo. Creo que es enriquecedor.

13- ¿Para cuándo la siguiente novela?

He presentado la propuesta de edición de una novela histórica, Asedio al corazón, a varias editoriales.
Se desarrolla en San Sebastián del siglo XVIII, inmediatamente después del asedio que sufrió la ciudad por parte de las tropas del duque de Berwick. No tiene nada que ver con la Saga Izaguirre, salvo porque a la protagonista de Asedio al corazón, Camila de Gamboa, la nombran en Tiempo de hechizos.
Ahora estoy escribiendo una novela contemporánea y, por primera vez, sucede fuera de San Sebastián, jajaja.

14-Por favor, unas palabras para las seguidoras de El Rincón Romántico en este su octavo cumpleaños.

Chicas, pensad que estos sólo son los primeros ocho años de una larga vida, así que sigamos hablando de nuestras novelas favoritas. ¡A por los ocho siguientes!

Pilar, ha sido un rato estupendo. Te deseamos lo mejor para el futuro y que nos deleites con más de tus creaciones. Muchísimas gracias por atendernos.

Muchas gracias a vosotras por darme esta oportunidad y por vuestro estupendo trabajo en la Web.
Gracias
, Nieves, por esta entrevista. Tus entrevistas a las autoras inéditas son una idea excelente.
¡Felicidades, El Rincón Romántico, por el 8º Aniversario!

Facebook

Sí, por fin me he creado una cuenta en Facebook. Ya sé que me lo habíais dicho un montón de veces, pero mira, al final lo he hecho.

Hoy he pasado a formar parte de esa multitud que pulula por allí.

Aún no me aclaro muy bien de cómo va el asunto, aunque seguro que terminaré aprendiendo a manejarlo más o menos bien.

Pues eso, que si queréis saber de mí, también me podéis encontrar en Facebook.

Besitos.

Tarde de poesía

Ayer fue un día especial. No sólo porque fue el día de la madre; ayer, por primera vez, fui a un recital de poesía.

Sí, reconozco que hay noches, aquí en la biblioteca, en las que para pasar el rato, solemos recitar pasajes de nuestras historias y los libros de poesía nos deleitan con sus poemas, pero no es lo mismo.

Ayer una lectora me había llevado en su bolso. Estaba tan enganchada con mi lectura, que me fue leyendo en el autobús.

Ains… ¡Qué delicia! ¡Qué satisfacción!

Bueno, paro, que me estoy emocionando y no es de eso de lo que quería hablaros.

Socorro, la poetisa, es una mujer en cuyo rostro se refleja una edad que no corresponde a su alegría de vivir o a las sus ganas de crear. Nos desgranó, emocionada, sus hermosas poesías. Mis caracteres se apretujaron para no perderse ni una sola palabra, ni una sola inflexión, de aquellas “Teselas”, como las había llamado Socorro.

Luego, una jovencita tocó el piano con mucho sentimiento y mis hojas se esponjaron de gozo.

Aún no me había recuperado de ese éxtasis, cuando una mujer me llevó al limbo con las notas de su flauta travesera. Por un momento, creí estar en un bosque, escuchando el sonido de la brisa entre el follaje o el aleteo de los pájaros.

Ains, ¡qué dulzura…!

Ander, un joven poeta, nos hizo reír y disfrutar, con la interpretación de sus poemas. Llegará lejos, no me cabe la menor duda.

Fue una pena que mi lectora tuviera que marcharse antes de que acabara el evento, ¡con lo que estaba disfrutando! Sé que a ella tampoco le hizo gracia tener que irse, pero no lo quedó más remedio.

Me gustaría mucho volver a asistir a otra tarde de poesía, así que si sabéis de otra, por favor, por favor, llevarme con vosotros.

Hasta otra.

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Para todas las madres del mundo

Para las altas.

Para las bajas.

Para las rellenitas.

Para las delgadas.

Para las mañosas.

Para las no tanto.

Para las que ríen.

Para las que lloran.

Para las ancianas.

Para las jóvenes.

Para las casadas.

Para las solteras.

Para las viudas.

Para las que sueñan.

Para las soñadoras.

Para todas ellas:

¡¡¡¡Feliz día de la madre!!!!

¡¡¡Feliz Día del Libro!!!

Hoy sólo quiero desearos un feliz día.

También quiero recordaros que estamos en las bibliotecas, en las librerías, en los hipermercados, en las gasolineras y en los kioscos, esperando que nos llevéis a vuestra casa.

Deseamos haceros pasar un buen rato; buscamos vuestras risas, lágrimas y hasta escalofríos. Queremos que sintáis y que hagáis volar la imaginación.

Nunca olvidéis que estamos ahí, al alcance de vuestras manos.

¡¡¡Qué tengáis un buen Día del Libro!!!

Hasta otra.

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De nuevo por aquí

Espero que perdonéis esta tardanza. Me han prestado varias veces y no me han dado tiempo ni de acomodar mis hojas.

¿Suena a queja? ¡¡¡No!!! Estoy encantado con no parar.

Ya sabéis lo mucho que me gusta que me lean.

La única pega es que deseaba poder estar con vosotros para contaros lo que sucedió en la comida de Darío y Marta. ¡¡¡Qué emoción!!!

Ay, qué nervios tenía yo. No sabía qué esperar de ese encuentro, así que me preparé para cualquier cosa.

Cuando llegamos (Marta me llevaba en la mano), Darío ya estaba allí. Me sorprendió ver lo desmejorado que estaba y la tristeza que reflejaban sus ojos.

Su hija le dio un par de besos antes de sentarse a la mesa, frente a él y le pidió le hablara de Dorotea.

Conforme el anciano iba explicando sus sentimientos hacía la mujer, vi que ella apretaba los labios: no le gustaba saber que otra había ocupado el corazón de su padre. Ese lugar que hasta entonces había pertenecido a su madre.

—Nunca olvidaré a Clara, hija. Ella fue mi primer amor —dijo Darío, al adivinar el pesar de Marta—. Dorotea es un bálsamo para mi soledad. Es un amor maduro; diferente. La quiero mucho y sé que ella también me quiere. Estoy cansado de estar solo.

—No estás solo. Nos tienes a nosotros —protestó Marta.

—No es lo mismo. Tenéis vuestra vida… estáis ocupados con vuestras cosas… No te ofendas, hija —se apresuró a decir al ver que ella se envaraba—, no te lo estoy echando en cara. Es lo normal. —Miró al suelo con tristeza, antes de continuar—: Añoro los besos de “buenas noches” y los de “buenos días”, comentar las noticias con alguien, cocinar para dos… Echo de menos compartir el baño por las mañanas, que me abracen y abrazar; pelearme por el mando de la tele… ¿Es tan raro?

Pude ver que Marta se sonrojaba. Por mi parte sentí tanta pena, que temí que mis caracteres resbalasen por el papel como lágrimas negras.

—Lo siento mucho. He sido muy egoísta contigo. Me gustaría conocer a Dorotea y pedirle disculpas —musitó, cabizbaja.

Yo estaba tan angustiado, que me costó entender lo que había dicho.

¡¡¡Por Cervantes!!! Quería conocer a Dorotea. Eso sí que era una buena noticia.

Disculpad por no haber escuchado lo que le contestó Darío, pero es que en ese momento alguien pasó muy cerca de la mesa y me tiró al suelo. ¡Es que van sin mirar!

¡Vaya golpetazo! Aún me duele el lomo.

Hoy he regresado a la biblioteca, por lo que no sé si el encuentro ha tenido lugar. En cuanto sepa algo, os lo cuento.

Hasta otra.

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Asedio al corazón - Pilar Cabero - Capítulo uno

San Sebastián, 17 agosto de 1719

El sonido de los cañones por fin había cesado y, pese a las horas transcurridas, aún quedaba el eco en los oídos de los soldados y oficiales que recorrían el campo de batalla para entrar en la ciudad por la brecha abierta en la muralla. El olor acre de la pólvora impregnaba el aire y lo cubría con una nube densa. El incendio fortuito en el polvorín del castillo de la Mota seguía ardiendo, aunque con menos intensidad. Las gaviotas, molestas por el ruido, volaban graznando hacia el mar.

El calor resultaba sofocante y las moscas zumbaban por encima de aquel caos de cuerpos. El ritmo cadencioso del mar se veía sofocado por el relincho de los caballos asustados, entre los gemidos de los soldados heridos.

Armand Boudreaux se quitó el sombrero para secarse el sudor de la frente y se agachó para comprobar el estado de un soldado, que yacía desmadejado sobre la arena de la playa. Tal y como imaginaba: muerto. Apretó los dientes y le unió las manos sobre el pecho, destrozado por la metralla. Después de santiguarse, se dirigió al siguiente soldado, horadando la arena con paso rápido. Se colocó el sombrero de tres picos antes de inclinarse para tocar el cuello de ese pobre hombre, que tenía media cabeza cubierta de sangre. Le costó encontrarle el pulso, pues era demasiado débil, pero ahí estaba.

—¡Aquí! —llamó a los soldados encargados de las camillas para que lo llevasen ante el galeno—. ¡Éste vive!

Sintió los dedos de la mano izquierda manchados de algo caliente y viscoso, que goteaba sobre la arena. Volvía a sangrar y el hombro le dolía con saña. Con cuidado se quitó la casaca y miró la herida que le había hecho la bala de un mosquete en el hombro izquierdo. Debería curarlo lo antes posible. De un tirón desanudó la corbata y la aplicó a la herida para taponarla y cortar la hemorragia.

—Señor, si me lo permitís... deberíais ir al galeno para que os cierre ese agujero —le dijo uno de los camilleros al llegar allí.

—Más tarde, soldado —contestó escueto y volvió a ponerse la casaca, reprimiendo una mueca.

El camillero se alzó de hombros y ayudó a su compañero a levantar al herido, que gimió lastimeramente por el movimiento.

Armand continuó buscando sobrevivientes entre los cuerpos esparcidos por la playa. Era necesario hacerlo a la mayor brevedad porque la marea no tardaría en subir y dificultaría el proceso. Además, los heridos corrían peligro de ahogarse con las olas, que se acercaban inexorablemente a lamer la orilla. Y hasta era posible que el agua los arrastrara mar adentro.

Bajo el sol implacable prosiguió controlando las bajas. No eran muchas, afortunadamente, pero eran personas; muchachos jóvenes que habían perdido la vida lejos de sus casas, de sus familias.

Mientras cerraba los ojos sin vida de un soldado vio que otro corría a través de la playa, levantando arena a cada zancada. Reconoció el uniforme de los hombres del capitán Dubois y se le erizó el pelo de la nuca con un mal presentimiento.

—¿Capitán Boudreaux...? —preguntó al llegar hasta Armand con la cara congestionada por el calor. Se cuadró e hizo el saludo militar.

Oui. Descanse, soldado.

—Es... es vuestro hermano... —logró decir entre jadeos. La frente perlada de sudor y el pelo pegado al cráneo bajo el sombrero de tres picos—. Está malherido...

Por un instante fue como si todo quedase atrapado en hielo. Nada se movía. Poco a poco notó que, por debajo del retumbar de su corazón en los oídos, empezaba a escuchar el crujido de la arena bajo sus botas, el sonido del agua al penetrar en la arena, los gemidos de los soldados, el relincho ocasional de algún caballo o los gritos de las gaviotas. Todo sucedió en lo que duran dos parpadeos, pero para Armand fue como si hubiera pasado una eternidad.

Sacre Dieu! —siseó Armand al volver en sí, asustado. Y corrió hacia su caballo, con la espada golpeando contra su pierna izquierda. Debería haberlo imaginado. Pierre no tenía madera de soldado; era un erudito. Un maestro de escuela sin preparación para enfrentarse a un campo de batalla. Su mundo eran los libros, no las armas. Debería

haberlo evitado; si le sucedía algo a Pierre... —¿Dónde está? —preguntó al regresar sobre el caballo. Ange Noir

echó las orejas para atrás, asustado por los modales de su jinete, demasiado bruscos, y cabrioló con los ojos desorbitados—. So, mon Ange. —Le palmeó el cuello para tranquilizarlo y el animal se detuvo, moviendo las orejas hacia todos lados.

El soldado se lo señaló.

Merci! —gritó, antes de espolear al caballo y partir en la dirección señalada.



Los días de asedio habían llegado a su fin. La cesta permanecía en la mesa, repleta de hierbas medicinales, vendas y ungüentos, a la espera de que Camila de Gamboa se la llevara para atender a los soldados heridos. El mariscal duque de Berwick por fin había tomado la ciudad y su castillo, algo que hasta ese momento ni él mismo creía posible. Fue el incendio en el castillo de la Mota lo que inclinó la balanza en su favor.

Camila se miró en el espejo de la entrada para comprobar si llevaba el atuendo en orden. Como siempre, la imagen reflejada le desagradó profundamente. El vestido que antes se le ajustaba al cuerpo, realzando sus formas femeninas, ahora caía flojo y ponía de relieve la pérdida de peso. Así, toda vestida de negro, se veía como una cucaracha, pero a pesar de ello se negaba a prescindir de esas ropas tan lúgubres.

Se colocó el pañuelo almidonado sobre la cabeza, llevó los extremos hasta la nuca y los ató en la base de la trenza —aún demasiado corta—. Dejó las puntas graciosamente hacia fuera, al tiempo que dedicaba una mueca de desdén a su reflejo. Cada vez se veía más pálida y demacrada; las pecas oscuras destacaban sobre la piel blanca; los ojos ambarinos otrora brillantes estaban empañados por el cansancio; hasta el pelo castaño había perdido parte de su lustre. De un manotazo terminó de enderezarse el pañuelo; varios mechones se le escaparon por los lados, haciendo que suspirara con exasperación. Eso no había cambiado: era incapaz de mantener los rizos en su sitio. Sabía que le resultaría más fácil sujetárselo cuando el cabello adquiriera su antigua largura.

—¿Vais a salir otra vez, señora?

Se volvió para atender a la anciana sirvienta, no sin antes componer un remedo de sonrisa para que la mujer no sospechase su debilidad —como si tal cosa fuera posible—. Bajo la apariencia de una humilde sirvienta bajita y oronda como un barril, con los ojos pardos chispeantes de buen humor, en un rostro surcado de arrugas, se escondía una mente aguda y brillante, que engañaba a quienes pretendían ver en ella a una criada ignorante más. Pero nada escapaba al control de Juana de Iriarte.

—Sí, voy a ir a asistir a los heridos, Juana. Don Bernardo me ha pedido que vaya a ver a los soldados franceses... Todas las manos son pocas para tantos lesionados —anunció resuelta—. Vendré en cuanto pueda.

—Sí, señora... pero... —titubeó, visiblemente en desacuerdo con su ama—. ¿Creéis que es prudente hacer eso? Quiero decir que, des- pués de todo, nos atacaron. Son enemigos. Durante días hemos sufri- do su acoso...

—Es mi deber. Mi padre hubiera hecho lo mismo —atajó Camila, sabedora de que la vieja sirvienta jamás habría cuestionado cualquier decisión tomada por don Arturo de Gamboa, el médico de la ciudad—. Ya sabes lo que él pensaba de los pacientes...

—Sí, señora, lo recuerdo muy bien: todos son iguales a los ojos del Señor —terminó Juana, colocándole los mechones que se le habían escapado del pañuelo—. Pero vos, muchacha, necesitáis descansar. Lleváis todo el día atendiendo a los quemados del castillo. Miraos: estáis pálida y ojerosa. Desde que este estúpido asedio comenzó, sólo habéis venido a casa para cambiaros de ropa y reponer la cesta. Casi no habéis dormido... y no hablemos de comer. ¿Recordáis, señora, cuándo fue la última vez que os metisteis algo en ese cuerpo? ¡Válgameel Señor! Parecéis un palo vestido. Y ahora se os ha metido la idea de ir a ver al enemigo. ¡Ay, Señor! —Juntó las manos sobre el pecho como si rezara y alzó la vista al techo—. No creo que eso esté bien. —Los arrugados mofletes le temblaron al negar enérgicamente con la cabeza—. Deberíais quedaros en casa y reponer fuerzas. Eso es lo que deberíais hacer.

No había duda de que Juana no estaba de acuerdo con la idea de que ella fuese sola a visitar a las tropas del duque de Berwick, pero tendría que aguantarse. Ahora que todo había terminado, habría un montón de soldados a la espera de que sus heridas fueran curadas y ella no podía quedarse cruzada de brazos. Su conciencia no le dejaría descansar tranquila. Si bien eran sus adversarios, no dejaban de ser muchachos y hombres de carne y hueso que merecían asistencia médica. Hasta ese día, las únicas tropas que había atendido eran las de la propia ciudad, la guarnición donostiarra. Primero los asistió en el hospital que se había habilitado en el convento de San Telmo desde el veintisie- te de julio; desde el uno de agosto, tras la rendición del ayuntamiento y la retirada de la población junto con la guarnición, en el castillo de la Mota, en lo alto del monte Urgull. Pero hoy volvería al convento de los Dominicos, donde ahora estaban los franceses.

—Quédate tranquila, Juana, iré con cuidado. No soy una niña. —La sirvienta expresó su desdén con un sonoro bufido—. Volveré lo antes que pueda. No estaré sola; don Bernardo estará allí.

—Don Bernardo, don Bernardo. Más le valdría a ese hombre pen- sar un poco en vos y no llevaros de acá para allá, sin pensar ni por un momento en vuestra reputación —rezongó la anciana, meneando la cabeza con reproche—. Aunque nada más sea, dejad que Guido os acompañe...

—No hace falta. Deja que tu hijo se quede aquí. Estaba muy preocupado por las gallinas. —Camila sonrió con cariño, pensando en el hijo de Juana.

Guido de Arozena era un hombre de veintinueve años, tres mayor que ella, con la mentalidad de un niño de diez. Vivía en la casa con ellas y se encargaba de atender los animales y de las tareas más pesadas. Su estatura elevada y sus hombros anchos intimidaban a cualquiera que no lo conociera de antemano, pero en el fondo era totalmente inofensivo. Camila y él se habían criado juntos y se tenían un enorme cariño.

—Alégrate, Juana, ya estamos otra vez en casa... Mira —señaló a su alrededor—, hemos tenido suerte: no la han saqueado, está intacta. ¿No te sientes contenta?

—¿Contenta? Lo estaré cuando empecéis a pensar con esa cabeza que tenéis y permanezcáis en casa sin exponeros a nada. —Se tocó la sien con sus dedos gordezuelos, para dar más énfasis a sus palabras; luego alisó unas inexistentes arrugas de su delantal—. Vuestra actitud no gustará nada a doña Enriqueta.

—Juana, haga lo que haga, mi suegra jamás estará contenta conmigo. Las dos sabemos que nunca fui lo que esperaba para su adorado e idolatrado hijo. Me niego a que siga dirigiendo mi vida. Soy lo bastante mayor para saber lo que tengo que hacer. —Calló un momento para serenarse—. Si aparece Samuel, dile dónde estoy por si quiere ir...

—No irá, señora. Ya sabéis cómo es...

—Lo sé, Juana. Tengo la esperanza de que algún día cambie. Aho- ra quédate tranquila; volveré en cuanto pueda.

Camila tomó la cesta y salió de la casa antes de que tuviera que dar más explicaciones a la severa mujer.

—No sé por qué me molesto en preocuparme —se oyó desde el otro lado de la puerta—. ¡Válgame el Señor! Nadie hace caso de esta pobre vieja. Muchacha insensata. En mis tiempos... ¡Ay, en mis tiempos!

Camila sonrió para sí al pensar en Juana. Llevaba con la familia Gamboa más de treinta años y era como una madre para ella, pero en algunas ocasiones se tomaba muy en serio sus deberes y se tornaba demasiado sobreprotectora para su gusto; máxime ahora que no estaba don Arturo. Lo cierto es que Camila la quería mucho y por ello le perdonaba que, de vez en cuando, olvidase que ella no era una niña necesitada de protección.

Volvió la cabeza para mirar la casa donde había nacido. Era una sencilla vivienda de tres plantas, como casi todas las de la ciudad. La mayor parte de la planta baja estaba ocupada por la cuadra donde guardaban las gallinas, una vaca lechera y el caballo de su padre. Gracias al Cielo, los soldados franceses no habían requisado las gallinas que dejaron al alojarse en el castillo con el resto de los ciudadanos que no habían huido cuando todavía era posible; de ese modo podrían disponer de huevos y carne. La habitación donde su padre había tenido laconsulta médica también estaba en ese nivel. A un lado de la cuadra, un pequeño patio cuadrado servía para que las aves correteasen libremente y picoteasen la hierba que crecía en el suelo, entre cantos rodados. Sobre la cuadra se encontraba la cocina, el cuarto de Juana, uno más pequeño para Guido y una habitación donde recibían a las visitas, comedor adicional para celebraciones. En la segunda planta, cuatro dormitorios; arriba del todo, la buhardilla. Precisamente ése era el lugar preferido de Camila. Le encantaba aquella estancia de techos inclinados tachonados de clavos, donde colgaba a secar los atados de plantas medicinales que ella misma recolectaba; las baldas, que soportaban el peso de los distintos botes de barro, madera o vidrio llenos de ungüentos y pomadas; la gran mesa, sobre la cual preparaba las mezclas que se convertirían más tarde en tisanas o emplastos, y por encima de todo, el olor: un aroma compuesto por una mezcolanza de todas las plantas y flores que allí guardaba. Aquél era su refugio, tal como antes lo había sido de su padre. Allí, juntos, habían pasado incontables horas mientras don Arturo le enseñaba las diferentes plantas medicinales y sus propiedades terapéuticas.

Un golpe en el hombro puso fin a sus pensamientos. Levantó la cabeza, aturdida, antes de oír una sarta de improperios en francés.

Mon Dieu, madame, mirad por dónde camináis! —le gritó un ceñudo oficial desde su imponente montura. Luego continuó a galope tendido, sujetando a duras penas a un soldado que llevaba atravesado sobre la cruz del caballo.

Cuando el sonido de los cascos se perdió en la distancia, Camila pareció volver en sí; ensimismada como estaba en los recuerdos, no se había percatado de que estaba rebasando una esquina sin mirar si venía alguien por la otra calle. Al tocarse el hombro golpeado sintió humedad en la palma de la mano. Era sangre del herido que transportaba el oficial. Supuso que por eso llevaba tanta prisa. Era una suerte que vistiera de negro; de ese modo la mancha era menos visible. Aceleró sus pasos para llegar cuanto antes al convento de San Telmo; don Bernardo necesitaba su ayuda. Probablemente no daría abasto entre tantos heridos.

La catarsis de Marta

Allí estábamos, un par de libros y yo, esperando a que Marta nos leyera, sin atrevernos a decir nada. Durante dos días se limitó mirarnos cada vez que entraba en su salón, pero sin decidirse por ninguno de nosotros.

Yo empezaba a sospechar que no nos leería nunca. Sí, suena muy pesimista, aunque si vosotros hubierais estado allí, pensaríais igual que yo. Seguro.

La espera se me hizo eterna. Sabéis que, pese a los años transcurridos en la biblioteca, sigo sin tener paciencia. Un defecto muy grande para un libro…

Vale, vale, no os impacientéis; ya sigo con la historia.

El tercer día se sentó en el sofá y, tras echarnos un vistazo, me eligió a mí.

¡Qué pasada! Mis hojas temblaban, anticipando el momento en que, con suavidad, abriera las cubiertas y mirase en mi interior.

Cuando al fin lo hizo y quedé lujuriosamente expuesto a su merced, creedme: fue un momento sublime. Me costó lo suyo mantener las líneas en su sitio, sin que ondulasen como la cinta de una gimnasta.

Aún hoy, después de que han pasado varios días de eso, me sigo estremeciendo al recordar sus dedos rozando mis páginas. Su aliento calentando el papel.

¡Ay, me derrito de placer!

Tengo un par de hojas algo húmedas por sus lágrimas. Sí, lloró. Mucho. Uno de mis capítulos es especialmente triste y ella no lo pudo aguantar.

Sé que no lloraba sólo por mi argumento. Si bien empezó por ello, terminó llorando por sus propias vivencias. Me apenó no poder hacer nada por ella y limitarme a ser testigo de su desdicha. Aun eso, sé que le ayudó mucho. Fue una especie de catarsis, estoy seguro.

Después, cuando terminó de leerme, llamó a su padre.

Han quedado para comer en esta semana.

No sé vosotros, pero yo tengo muy buenas vibraciones.

Hasta otra.

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Pilar Cabero - escritora

Pilar Cabero - escritora
Bienvenida amable lectora y también a ti, lector, a mi humilde casa. Elige un sitio para sentarte y ponte lo más cómodo posible. Sí, ese de ahí está bien. Deja las prisas fuera y disfruta del momento. Puedes quitarte los zapatos y arrellanarte en el sofá. Si tienes paciencia y esperas un poco, pondré algo de música para ambientar. Espero que pases un rato agradable y siéntete como en tu casa.

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